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LAS CRÓNICAS DE NU BAN. EL CAZADOR

 

 

CAPITULO  1

 

Grises y bajos nubarrones presagiando tormenta cubrían el cielo. Embravecido por la gélida ventisca, el mar del norte azotaba los peñascos con furia al pie de los acantilados.

Cuando la fina llovizna invernal comenzó a mojar mi rostro volví a la realidad. Caí entonces en la cuenta que llevaba más de dos horas contemplando aquella vasta planicie azul.

Pronto anochecería y aún debía caminar cinco kilómetros tierra adentro hasta llegar al pueblo. Me puse de pie, y luego de echar una última mirada hacia el horizonte marino, emprendí el regreso.

Estaba de vuelta en el hogar. En mi querida Inglaterra natal.

Para entonces, habìa  considerado que el largo peregrinaje en busca de mi santo grial había concluido después de dos largos años.

A mis cincuenta, nunca hubiese imaginado que mi vida sufriría un vuelco semejante ante lo que aparentaban ser irreales e insólitas historias propias de una mente propensa a la fantasía, cabe agregar que jamás tuve inclinación hacia relatos sin asidero lógico y menos con ribetes rayanos en lo inconcebible.

 

Al llegar a Whitehill el sol se había ocultado, sin embargo el pálido resplandor que aún permanecía sobre el horizonte gris me permitió llegar sin tropiezos, literalmente hablando.

Cuando crucé el umbral, percibí el delicioso e inconfundible  aroma  del pastel de carne que mi esposa Evangeline acababa de preparar al mejor estilo inglés. En el centro de la mesa, sobre un mantel blanco con magnolias bordadas exquisitamente, lucía apetitoso dentro de la humeante fuente.

-- Has llegado a tiempo. – sonrió ella.

-- Te había dicho a las siete... y aún faltan cinco minutos. – dije, echando una ojeada a mi reloj con un cansino giro de muñeca.

-- La puntualidad es una de tus virtudes, siempre lo ha sido.

-- Perdí la noción del tiempo en los acantilados.

-- ¿No te lo puedes quitar de la cabeza, no? – preguntó ella mientras servía el pastel.

Sólo alcancé a pronunciar media frase.

-- A decir verdad....

Por un instante recordé como había comenzado todo.

 

 

 

 

Veintiséis de enero del año dos mil cinco.

 

La carta en mis manos provenía del Museo Nacional de Arqueología de la ciudad de El cairo.

Tenía yo por aquel entonces una cátedra de arqueología en la Universidad de Stanford en Londres. Muchos años de trabajo y esfuerzo, además de postgrados en lenguajes antiguos, me habían convertido en una autoridad de nivel internacional en egiptología. Poseía además un doctorado en criptografía, el cual bastante sudor me había costado obtener, aumentando éste mis logros académicos.

 En la misiva, impresa con prolijidad sobre un fino papel color amarillo claro y en cuya parte superior central lucía un ampuloso sello en relieve perteneciente al museo, solicitaban mis servicios como experto en las ciencias citadas. Por lo tanto, y si decidía aceptar, debía trasladarme a Egipto lo más pronto posible, previa confirmación telefónica con la secretaría del museo. Con posterioridad, ellos se encargarían de reservar un pasaje a mi nombre desde el aeropuerto de Londres hasta la ciudad de El cairo.

La suma ofrecida, sin llegar a ser una fortuna, resultaba bastante tentadora, por lo cual consideré con seriedad la posibilidad de aceptar la propuesta.

Nuestra situación distaba de ser floreciente. Una vida de trabajo como arqueólogo no había arrojado demasiados resultados positivos económicamente hablando, sólo una sencilla casa lejos de Londres y un modesto automóvil.

Luego de consultar con mi esposa sobre el trabajo ofrecido, y con quien mantuve una larga charla sobre los pro y los contra de la sorpresiva contratación, Evangeline me alentó a tomar el ofrecimiento, por lo cual respondí de manera afirmativa con un llamado telefónico un par de días más tarde.

Así, transcurridas dos semanas y luego de la que para mí es una tediosa tarea, preparar las maletas, era pasajero de un 747 rumbo a la ciudad de El cairo, camino a reunirme con el prestigioso profesor Sadam Sader, a quien yo conocía por haber visitado la universidad Stanford cinco años atrás.

A pesar de encontrarme bastante excitado por emprender lo que para mí representaba una especie de fascinante aventura en las míticas tierras de Egipto, un dejo de tristeza embargaba mi corazón por abandonar tal vez durante unos meses, a mi querida esposa. Evangeline lo era todo para mí, mi compañera de siempre y  quien también siempre estuvo a mi lado en los buenos y en los malos tiempos. 

Sólo en un par de ocasiones en el pasado había viajado a Egipto. Dada mi profesión, había resultado una experiencia fantástica poder trabajar aunque de manera breve, sobre uno de los tesoros más grandes de la humanidad, las pirámides.

No sabía con exactitud en que consistía la tarea para la cual  contrataban mis servicios, sin embargo todo apuntaba a tratarse de un trabajo de interpretación de unas raras escrituras, además tenía  un ligero presentimiento y sin saber la razón de tal, que implicaría mi conocimiento profesional sobre criptología.

Por otra parte, llamaba poderosamente mi atención que hubiesen  recurrido justo a mí, dada la existencia de muchos otros expertos en aquellas lejanas tierras y en el resto del mundo.

Pero, en fin, allí estaba yo rumbo a Egipto.

Al llegar a las nueve de la mañana, me esperaba en el aeropuerto el secretario del profesor Sader, Omar Assam, quien como tantos otros sostenía un cartel de considerable tamaño con mi nombre en él.

Arrastrando a duras penas mis pesadas maletas fui a su encuentro.  

Cuando llegué frente a él solté una de ellas para dejar la mano derecha libre para luego extenderla.

-- Buenos días profesor, -- dijo en un perfecto inglés estrechando mi mano con una sonrisa – es un gusto recibirlo en Egipto, mi nombre es Omar Assam, secretario y ayudante del profesor Sader.

-- Gracias. – respondí.

-- Tengo un automóvil aparcado en el estacionamiento, lo conduciré al hotel donde hemos reservado una habitación y esperamos le agrade profesor.

-- No son necesarios los protocolos, llámame solo John.

-- De acuerdo profesor Mc Pherson...lo siento, John. – dijo.

Luego de abrirnos paso en medio de una multitud de personas que arribaban procedentes de dos o tres vuelos simultáneos y caminaban presurosas hacia las salidas o en dirección al aparcadero, llegamos hasta el automóvil.

Poco después, una hora más o menos, ocupé la habitación del hotel Mogadisco.

Hacía calor.

Demasiado para mi gusto. Acostumbrado al frío y húmedo clima de Inglaterra, aquel país demasiado cálido me tenía a mal traer.

Si bien la habitación en el primer piso no era de lujo, al menos contaba con un buen acondicionador de aire.

Coordinamos con Omar que me recogiese a la mañana siguiente, pero entre tanto y luego de acomodar mis pertenencias, disponía del suficiente tiempo para descansar o realizar un paseo por aquella populosa e increíble capital de seis mil años de historia.

Opté entonces por realizar ambas cosas, y luego de dormir tres horas, almorcé en un restaurante próximo al hotel para más tarde recorrer la ciudad por un lapso de cinco.

 

 

 

El sonido del teléfono me despertó temprano. Se trataba del regordete conserje llamando según mis propias instrucciones impartidas la noche anterior y una hora antes que Omar pasara a buscarme.

Nunca fui perezoso en la mañana, pero en aquella ocasión hubiese preferido continuar durmiendo hasta el mediodía. Me sentía extenuado, como si hubiese dormido solamente una o dos horas, además debo reconocer que luego de una opípara cena, había bebido un par de whiskys de más en el bar del hotel, donde permanecí casi hasta las doce de la noche.

Omar fue muy puntual.

Luego de un corto trayecto, arribamos a la Universidad Nacional de El cairo donde me aguardaba el eminente profesor Sader.

El viejo museo, construído alrededor de principios de la segunda década del siglo veinte, se encontraba en una antigua plaza en el centro de la ciudad. La hermosa y bien cuidada fachada lucía un color rosa claro, su entrada  principal era de arco romano, como así también las muchas arcadas en su parte interna soportadas con vistosas columnas, tanto en su planta baja como en su primer y único piso superior.

La imponente nave central se encontraba iluminada por la luz natural que penetraba a través de una enorme claraboya vidreada sobre el techo.

El secretario del profesor Sader me condujo escaleras arriba hasta la puerta de su despacho, donde se detuvo y dio un par de golpecitos con sus nudillos sobre la antigua y ornamentada puerta de madera.

Desde el interior la voz dijo:

-- Adelante.

Omar abrió la puerta y me invitó a pasar, entre tanto, permaneció fuera para cerrarla con suavidad. 

Aquel hombre robusto de mediana estatura, de tez oscura, cabellos blancos y nariz aguileña, y el cual según yo suponía pasaba los sesenta años, se puso de pié y salió a mi encuentro desde atrás de su escritorio. Me recibió con calidez, cual a un amigo que hace mucho tiempo no veía.

-- ¡Bueno, aquí estamos profesor Mc Pherson! ¿Que tal el viaje?

– dijo estrechando mi mano con fuerza.

Luego me ofreció asiento frente a él, escritorio de por medio y agregó:

– ¡Ah! disculpe, ¿desea tomar algo?

-- Le agradecería una limonada fría por favor.

Cogió el teléfono e hizo el pedido.

Su escritorio en el primer piso del museo, estaba de espaldas a un amplio ventanal, desde allí, la resplandeciente luz del sol de la mañana penetraba con furia hiriendo mis ojos. Achicándolos, debido a tal perturbador efecto, rebusqué afanosamente pero sin éxito mis gafas modelo clipper de vidrio verde oscuro, dentro de los bolsillos internos de mi blanco saco de hilo.

-- ¡Donde diablos!.... – murmuré por lo bajo. Maldije por haber olvidado mis anteojos en el hotel.

-- ¡Oh! disculpe. – exclamó Sader. Se puso de pié, dio media vuelta y dirigiéndose al ventanal corrió el pesado cortinado.

Desde que era un niño, tuve una alta sensibilidad a la luz intensa.

-- Se denomina fotofobia. – centenció un médico oftalmólogo dirigiéndose a mi madre por aquel entonces.

Posteriormente, desde que era un jovencito y hasta el presente, he usado gafas para protegerme del sol, siempre el mismo modelo clipper y siempre con cristales color verde oscuro.

-- El viaje resultó bueno. – dije luego de que él retornase al sillón detrás del escritorio.

Sin embargo no pareció escucharme, se echó hacia adelante hasta que su pecho tocó el escritorio, me miró directo a los ojos y lanzó en un tono bajo y grave:

-- Vamos al grano…. necesitamos de sus servicios para realizar una tarea de interpretación de un extraño lenguaje escrito, con mucha probabilidad de ser egipcio, pero hasta ahora desconocido y muy, muy antiguo. Admito que no resultará fácil, pero confiamos en usted.

Su actitud era propia de alguien que está revelando un alto secreto de estado.

-- Si me lo permite, deseo preguntarle algo...creo no ser el único experto en la materia, ¿por qué razón fui elegido? – dije mirándolo también con fijeza.

-- Seré sincero John, no será usted el primero en intentar descifrar el texto. – se echó hacia atrás sobre el alto respaldo del sillón.

Luego de unos segundos dije:

-- Lo suponía. ¿Y los demás? ¿Que ocurrió con los expertos anteriores?

-- Supone bien, usted no es el primero, fueron cuatro, John. Todos se dieron por vencidos.

--¿Y esperan que yo resuelva lo que otros no lograron?....

-- Mire, no existen muchos eruditos en escrituras desconocidas y que a su vez posean credenciales en criptografía. La escritura utilizada en el texto es por completo desconocida y además, aparenta estar encriptada.

-- Entiendo. Están agotando todas las posibilidades.

Mi suposición sobre que la escritura en cuestión requería de mis méritos en criptografía había resultado acertada.  

-- Tampoco voy a engañarlo, usted es el último.

Meneé mi cabeza.

Al observar mi obvia reacción se apuró en decir:

-- Espero no se ofenda….

-- En lo absoluto, ustedes son los que pagan. – afirmé.

Mentí, en mi interior sentía cierto enojo, me habían relegado a último lugar.

Pero, en fin, ahora sólo contaba la paga de treinta mil dólares a cambio de resolver el enigmático texto. De lograrlo o no, igual ellos me retribuirían con un sueldo mensual de cinco mil dólares durante seis meses, dentro de los cuales debía obtener algún resultado positivo o de lo contrario hacer mis valijas y regresar a Inglaterra.

Luego de estampar mi firma en el extenso contrato y previo echarle una rápida ojeada, Sader pasó a explicar:

-- Supongo estará usted al tanto del reciente descubrimiento de un estrecho conducto, hasta la fecha oculto, en la gran pirámide.

-- ¿El cual se encuentra bloqueado?

-- Así es. De sección cuadrada de veinte centímetros de lado.

-- Tengo conocimiento sobre el envío de un robot a través del mismo, y que algunos expertos suponen es sólo un respiradero, obstruido con una piedra...

Sader me interrumpió.

-- Tiene una manija de cobre, la cual suponemos se encuentra del otro lado del bloque. Lo visible, son los extremos doblados de la barra …bueno, usted sabe, es un tipo de manija muy común en éstas antiguas construcciones egipcias.

-- Sin embargo tengo entendido que sólo “suponían”, se trataba de una manija. Hasta donde tengo conocimiento, el robot iba a pasar un capilar e inyectar un gas para luego medir la concentración del mismo y decir si comunicaba a una supuesta cámara.

Además, antes se sometería a una tensión eléctrica los extremos de la supuesta manija para comprobar luego si circula una corriente, y recién entonces, concluir que en efecto se trata de una manija. ¿Estoy en lo cierto?

-- Reconozco haber sido uno de los cuales afirmaban se trataba de un respiradero, sellado el mismo por un simple bloque de piedra caliza.

El robot determinó que, la aparente manija, lo era en realidad. Sin embargo, no esperábamos el resultado de la medición de presión del gas.

Esta determinó y contrario a mis expectativas, la existencia de una cámara con un volumen de al menos cuatro metros cúbicos.

-- ¿Y?... – pregunté intrigado.

-- Usted también sabe, dada la profundidad dentro de la pirámide en la cual se halla el bloque, resultaba imposible acceder a la supuesta cámara sin destruir parte de la misma. El mismo gobierno impide dañar patrimonios históricos. Son muy estrictos al respecto.

-- ¿Entonces?

-- Cuento con que no trascenderá las paredes de esta oficina lo que voy a contarle, pero debe saberlo.

-- Por supuesto. Puede contar con mi silencio.

-- Retiramos la piedra. – dijo Sader y sus ojos se agrandaron.

-- ¿Tantos metros hacia el interior de la pirámide? ¿Como hicieron para lograrlo?

-- Simple, la desmenuzamos con un láser de corto alcance, cinco milímetros, hasta dejarla de un espesor de tres,  luego resultó tarea sencilla. La intención era no dañar algún objeto existente del otro lado. De todas maneras, el bloque de caliza fue mas tarde reemplazado por uno idéntico.

Muchas especulaciones se habían hecho sobre que tipo de objetos hallaríamos.

Una cámara conteniendo el secreto de la construcción de las pirámides y sobre el cual no existe el más mínimo rastro en la historia de los antiguos egipcios, otros supusieron, yo inclusive, y como le he dicho antes, se trataba de un simple conducto de ventilación.

El hallazgo fue, si bien sorprendente, desconocido hasta el momento, enigmático. No sabemos aún con exactitud, es un rollo de papiro muy común en tiempos antiguos, pero con una longitud de veintitrés metros y el cual contiene…. una supuesta una narración.

El mismo papiro es mucho más antiguo que las pirámides, eso es un hecho, más antiguo que la civilización sumeria, como también lo es la razón por la cual fue introducido en esa cámara.

Esa será su misión de hoy en adelante John, debe intentar descifrar el texto.

Sonreí.

-- Bien, ¿cuando comenzamos? – dije con entusiasmo.

Al día siguiente, me encontraba en la sala de estudios reservados del Instituto Nacional de Egiptología de la ciudad de El cairo.

Frente a mí, protegido por vidrio y para su perfecta preservación, los trozos del largo y misterioso papiro. Dada su antigüedad, no se encontraba en una sola pieza, sin embargo estaba completo. Todas sus partes se habían preservado aislándolas bajo planchas de vidrio cuidadosamente selladas y de distintas longitudes.

De manera indudable se trataba de un lenguaje totalmente desconocido hasta el momento. El contenido de la famosa piedra de roseta, ya había sido develado hacía décadas, la milenaria escritura de los egipcios antiguos ya no representaba misterio alguno.

Pero aquel hallazgo, resultó diferente.

Además de símbolos y un par de dibujos raros, en su mayoría extraños y desconocidos, confirmé que se trataba de un documento mucho pero mucho más antiguo que las mismas pirámides, por la datación de carbono que figuraba entre los datos. Sin embargo y lo más increíble, resultaba el inusual hecho de estar encriptado.

¿A quién se le había ocurrido encriptar aquel supuesto texto y como disponía de tal técnica hace varios miles de años?

Supe desde el comienzo de mi trabajo que me esperaba una ardua y harto difícil tarea.

Pronto me fue necesario disponer de un potente procesador, de manera gentil facilitado por la Universidad Tecnológica. También debí echar mano a muchos programas sobre criptografía, enviados desde Inglaterra unos, y por amigos desde diferentes países otros.

Sin embargo, transcurrieron casi cinco meses de incansable trabajo sin lograr descifrar aquel tremendo acertijo.

Cinco interminables meses de devanarme los sesos un día tras otro, esperando al siguiente lograr algún avance.

¿Que diablos decían estos antiguos escritos?

El extenso documento poseía doscientos veinticuatro caracteres diferentes y esos pocos dibujos. La escritura correspondiente a un idioma puede ser descifrada, como fueron antaño los jeroglíficos, pero cuando se trata de  textos encriptados, desconocer la o las claves, convierten todo en un gigantesco rompecabezas.

Mostraré, como ejemplo, el título de la presunta historia, y cualquiera que guste, puede intentar descifrarlo.

 

 

Restaba sólo un mes para resolver el enigmático papiro y me  encontraba agotado a causa  del esfuerzo. Noche y día, había trabajado en algo que se había convertido para mí en una enfermiza obsesión.

-- Con razón los anteriores fracasaron. – me repetía a diario.

Acudió entonces a mi mente, un relato referido a un cierto escrito grabado sobre una placa de metal, y según creo recordar, realizado por un tal Thomas Thomas (no es redundancia pues así era su nombre). Dichas escrituras nunca fueron descifradas según dicen. Es atribuido a extraterrestres y se encuentra en Argentina, en una pequeña localidad de la provincia de Santa Fe.

Extenuado y agobiado por mi propia responsabilidad, decidí tomarme dos o tres días en lo que consideraba un merecido descanso.

Planeé entonces dar un largo paseo para refrescar mi cerebro, y por lo tanto, decidí que la mejor opción sería rentar un moderno vehículo para todo terreno.

Escogí como una de mis primeras metas, Luxor, distante alrededor de seiscientos kilómetros; para luego extenderme  un poco más hacia el sur hasta llegar a Asuán.

Pero antes de partir, le comuniqué al profesor Sader mi decisión de realizar aquel corto viaje turístico.

-- Pues ya era hora de tomarse un respiro, John. – dijo.

El paseo resultó fantástico. En primer lugar visité Luxor y después me dirigí hacia Asuán. Y luego de un día completo de paseo por Asuán, un ocasional guía, a quien me acerqué para preguntar sobre un posible sitio donde alojarme esa noche, me informó que recorrer unos kilómetros más de ruta me permitirían arribar a una pequeña localidad llamada Kawh Ramah junto a la costa, y allí podría disfrutar de un hermoso día de playa y cierta comodidad hotelera.

Así, muy temprano en la mañana, abandoné el hotel para dirigirme más hacia el sur.

Aún permanecen grabados indelebles los recuerdos de aquel día en mi memoria. Una mala, pero que más tarde resultó buena jugada del destino. Una simple distracción, hasta hoy no lo sé, hizo que una bifurcación carretera me desviase del camino correcto.

Ignorante de mi error, continué conduciendo durante muchos kilómetros más.

Lo supe demasiado tarde.

Por mi propia estupidez de insistir en hablar en egipcio, en un inconsciente alarde de sapiencia, confundí la palabra “cien” con “doscientos”.

Otra imprevisión de mi parte fue no proveerme de agua suficiente, y ni siquiera contar con una simple brújula, imprevisión tal vez justificada por creer que resultaba impensable perderse en éstos tiempos.

Aunque todos quienes han conducido por muchos años, alguna vez equivocaron el rumbo y recorrieron kilómetros de más hasta caer en la cuenta de la situación; penetrar en el corazón del terrible desierto de Nubia como yo lo hice, no es muy frecuente.

El paisaje comenzó a volverse muy desolado, más elevaciones, más desierto y más arena, y la ruta en peores condiciones.

Había dejado bastante atrás, hacía varios kilómetros, dos localidades perdidas en aquel inhóspito territorio. Confiado en la información del guía, sobre el cual no sospechaba me hubiese suministrado una dirección errónea, esperaba toparme en cualquier momento con la costa del lago formado por la monumental represa de Asuán.

Pero no ocurrió. En su lugar, el destrozado camino por el cual transitaba, terminó abruptamente en otro; formando un ángulo de noventa grados y por supuesto ofreciéndome dos caminos opuestos a seguir.

Por la posición del sol, estaba bien seguro que el rumbo escogido era de norte a sur, sin embargo esta ruta con la cual me había topado, corría de este a oeste.

-- ¡Demonios...demonios... acabaré en el mar Rojo! – maldije, mientras tomaba un sorbo de agua del recipiente. Ya no quedaba mucho en él.

Verifiqué la indicación del contador de kilómetros, comprobando alarmado llevar algo más de doscientos cincuenta kilómetros recorridos desde mi partida en Asuán.

Cuando detuve el motor y descendí, dada su temperatura bastante elevada, por un momento creí estar en el infierno. El calor abrasador del desierto hizo que al cabo de unos pocos segundos comenzase a transpirar profusamente. El aire acondicionado del moderno cuatro por cuatro me había mantenido hasta entonces aislado de aquel terrible clima.

Ascendí otra vez al vehículo y dándole marcha, opté por dirigirme hacia el este.

Supuse con toda seguridad que, recorriendo algunos kilómetros más, debía llegar hasta algún poblado a la vera del camino, similar a los dejados atrás.

Entonces, recapacité por un momento para concluír que debía dejar de preocuparme tanto. Aunque mi provisión de agua estaba por agotarse, el indicador de nivel de combustible señalaba casi tres cuartos de tanque, pues lo había llenado antes de partir y resultaba más que suficiente para regresar sano y salvo. Cuanto mucho, pasaría un poco de sed y nada más.

Un poco más calmado, retomé mi marcha hacia el este.

Pero pronto,  luego de recorrer cincuenta kilómetros más sin ver otra cosa más que desierto alrededor, de nuevo el temor se apoderó de mí.

Casi no quedaba agua y la sed incrementada ahora por mi propia imaginación se había vuelto insoportable.

En mi desesperación, pisé aún más el acelerador a pesar de la desastrosa condición de la precaria ruta.

Pero luego, lo impensable.

Cincuenta kilómetros más adelante, la ruta desaparecía en medio de la nada.

El final del camino.

Sólo restos dispersos de asfalto semienterrados en la arena, indicaban una posible continuación ahora casi desaparecida,  engullida por el inmisericorde desierto.

-- ¡Maldición!... ¡Maldición! – alcé la voz.

Había recorrido cien kilómetros más sin encontrar señales de vida.

Cuando comprobé el total recorrido, mi corazón casi se detuvo.

¡Casi cuatrocientos kilómetros!

Intenté no perder la calma y de inmediato hice un rápido cálculo para averiguar cuanto tiempo me demandaría regresar por donde había venido.

La cuenta era sencilla. A una velocidad promedio de setenta kilómetros por hora, me tomaría cuanto mucho seis horas llegar a Asuán. Y nadie muere de sed en tan corto tiempo. Una persona puede soportar mucho más de un día completo sin beber agua.

Además, antes me toparía con uno de los poblados vistos con anterioridad por el camino.

-- John, estás preocupándote por nada. Magnificas un problema casi inexistente.  – me dije.

Sonreí. Luego me puse en marcha otra vez.

Pero a los pocos minutos, mi sonrisa se desvaneció para convertirse en una amarga mueca al advertir que  el indicador de combustible indicaba cero.

Me detuve entonces.

Un calor repentino subió hasta mi rostro y el corazón se aceleró de tal manera que parecía querer estallarme dentro del pecho.

-- ¡No es posible! – casi grité.

Sacudí mi cuerpo para balancear el vehículo, esperando que la lectura de vacío fuese debido a un atascamiento del flotador dentro del  tanque.

Pero nada ocurrió.

Cuando mi nariz percibió un sutil olor a combustible, detuve el motor y me lancé fuera como un enajenado.

Con infinita desesperación observé el precioso líquido aún derramándose en un delgado hilo; desde un conducto conectado al depósito hasta evaporarse con rapidez sobre el ardiente suelo

Mis manos y piernas comenzaron a sufrir un leve temblor producto de mis alterados nervios. Tomé mi cabeza con ambas manos y sentí estar al borde de sufrir un colapso.

Otra vez, producto de mi estupidez y al haber acelerado la marcha, supuestamente causé que algún duro guijarro impulsado por la velocidad de los neumáticos hiciera la fatal perforación.

Enseguida supe de mi complicada situación, ahora había cambiado de superable a desesperante.

Trepé al vehículo para permanecer durante varios minutos analizando el asunto. Un enjambre incontrolable de pensamientos se apoderó de mi obnubilada mente.

Por un instante, imaginé ciertos titulares diciendo: “Profesor inglés experto en egipcio antiguo muere de sed en el desierto de Nubia”

Algo paradójico. Yo convertido en un extraño personaje víctima de su propia insensatez rayana en la imbecilidad.

-- ¡Dios! – exclamé.

Una suma de simples errores terminarían con mi vida.

Luego, con un giro de la llave puse en marcha el motor y dando media vuelta emprendí el regreso.

Poco duró la marcha, luego de recorrer unos diez kilómetros, el vehículo se detuvo, y por mucho que intenté poner en funcionamiento la máquina ésta se negó a hacerlo.

Rogué a Dios se apiadara de mí permitiéndome encontrar ayuda.

Muchas veces, ciertos documentales muestran travesías de exploradores internándose en territorios desérticos. Pero éstos cuentan con un apoyo logístico muy completo y no corren riesgo alguno.

En cambio yo, carecía de todo. 

Cogí el bidón con el resto de agua y bebí un pequeño sorbo, luego, colocándome el sombrero, comencé a caminar. El yermo e interminable paisaje en el horizonte se mostraba distorsionado por el aire caliente sobre la superficie.

Luego de dos horas, la sed se volvió devastadora, mi ropa se empapada con el sudor y se secaba con rapidez. Sabía con toda certeza que a ese ritmo, la deshidratación acabaría conmigo en muy corto tiempo.

Me resistía a beber el último resto de agua, a lo sumo dos vasos, pues deseaba reservarlo para cuando la situación se tornase más crítica. Aunque a decir verdad, sabía que ese momento estaba muy cercano.

El calor era abrasador, el cielo estaba totalmete despejado, sin una mísera nube, típico de los desiertos. El sol, tan bondadoso con sus tibios rayos cuando aparece entre las nubes en un día gris de invierno en mi tierra, ahora brillaba como un disco devastador.

Luego de dos horas había bebido la mitad, pero la tentación de acabar con ella resultaba aterradora.

Poco después y promediando la tarde, estaba al límite de mis fuerzas y había acabado con el precioso líquido.

Comencé a pensar en mi esposa Evangeline, cuanto hubiese dado por retroceder el tiempo o estar de regreso en Inglaterra en la seguridad de mi hogar.

¡Al demonio con el papiro!

¡¿Por que diablos habré aceptado venir?!

¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió salir a dar este maldito paseo! Me reprochaba una y otra vez.

Por un momento mi mente se enajenó en un rapto de furia.

Luego, intenté serenarme y mantener el paso. Intenté caminar y no pensar. Solo caminar. 

Entonces fue cuando el milagro sucedió.

Un ronroneo lejano hizo que voltease.

Distorsionada por el ardiente aire del desierto, una mancha negra apareció sobre el horizonte acercándose tras mis pasos.

Poco después, el viejo y pequeño camión se detuvo con un agudo chillido proveniente de sus frenos.

Su chofer, un hombre cuarentón de bigote y rostro anguloso sonrió, y dirigiéndose a mí en un desastroso idioma inglés dijo:

-- Vimos vehículo por camino…. ¿Inglés tu?

Sus ojos eran negros, pequeños y hundidos. Aquel rostro de piel oscura, de marcadas arrugas y labios delgados con un fino bigote sobre ellos, fue una de las más bellas apariciones que se produjeron en toda mi vida. La cual, de no ser por él, podría haber terminado aquel día.

-- Sí, soy el profesor John Mc Pherson...una piedra debe haber perforado el tanque de combustible…. creí que no llegaría ayuda... – expliqué ciertamente excitado.

-- Difícil aquí. Tuvo suerte  mucha  profesor. Suba.

Luego dijo en  egipcio :

-- Tú, Hamil, ve detrás con los otros.

El joven acompañante descendió para hacer compañía a otros cuatro que viajaban en la parte posterior en tanto yo ocupaba su sitio en la cabina del camioncito.

-- ¿No agua profesor?

-- No. No pensé necesitarla con tanta urgencia. – dije mostrando mi bidón vacío.

-- ¿Sed? – preguntó, tomando un voluminoso contenedor de cuero debajo del asiento para ofrecérmelo.

Una vez calmada mi angustiante necesidad bilógica, pregunté:

-- ¿Hacia donde se dirigen?

-- Bi’r Murrah. ¿Usted?

-- Asuan.

-- Lejos muy, pero está de camino. Llamará desde allí por vengan por usted. Mi nombre es Salim.

De repente el motor tosió un par de veces y se detuvo.

-- ¡Dios no vaya a ser que…! – murmuré y contuve el resto de la frase.

Salim me miró y no pudo evitar lanzar una sonora risita.

--  No problema profesor. – dijo dando media vuelta a la llave de encendido y el motor ronroneó de nuevo.

Suspiré aliviado. Aunque durante el resto del viaje mis nervios no descansaron, pensaba a cada instante que sucedería si aquella vieja máquina se detenía sin remedio.

Luego de varias interminables y agotadoras horas arribamos al pueblo Bi’r Murrah, una de las pequeñas localidades que había visto  a un lado de la ruta y cuando viajaba en mi camino sin retorno. Se trataba de una aldea apenas, con sus blancas viviendas hechas de bloque y adobe, esparcidas y formando estrechas callejas de irregular trazado. Sólo las palmeras y algunos otros tipos de arbustos que hoy no puedo recordar, le conferían un aspecto habitable en medio de tan inhóspito desierto.

Había caído la noche cuando arribamos con el desvencijado vehículo.

Salim me acompañó hasta una de las viviendas, donde su morador poseía un equipo de radio, y quien de manera gentil solicitó auxilio a la policía de Asuán, relatando lo ocurrido, diciendo quien era yo, y para que persona estaba trabajando.

De inmediato le comunicaron que a la mañana siguiente vendrían a buscarme.

Ahmed El Salam, el propietario del equipo, única conexión con el mundo exterior que esa humilde gente poseía, con mucha generosidad me ofreció su hogar para pasar la noche.

Así, un buen rato después compartía una gratificante cena junto a su familia.

Ahmed era un hombre de algo más de cuarenta años, alto, de cabellos renegridos, nariz aguileña y rostro anguloso como la mayoría de sus compatriotas.  Tenía formación de nivel medio y su inglés era mucho más pulido que el de Salim. Aparentaba ser una persona pulcra, ordenada, de buenos modales. Convivía con su esposa y tres hijas, de edades de quince, doce y diez años, además de su abuelo, un hombre muy viejo; quien según decían tenía alrededor de cien años y había sido testigo de las dos grandes guerras.

Luego de la cena, compartimos una interesante conversación sobre temas varios.

En un momento dado, hecho que jamás podré olvidar, aquel anciano extremadamente delgado, de baja estatura y de caminar encorvado, se acercó a nosotros, y sentándose junto a su nieto, me dirigió varias palabras en egipcio antiguo, señalándome a la vez con su largo y huesudo dedo índice. Aquel arrugado rostro, marcado por el candente aire del desierto durante décadas, no apartaba sus negros ojos de los míos.

Su tono era bajo, y a pesar de conocer aquel idioma, entendí sólo parte de lo dicho.

Ahmed sonrió.

-- ¿Puedes traducir, Ahmed? – dije.

-- No le preste mucha atención, es muy anciano y...

-- No, sólo deseo saber que me está diciendo, traduce por favor. – lo interrumpí.

-- Está bien. – aceptó Amed. – Dice saber por que razón has venido tú a estas tierras.

-- ¿Ah sí… y por que razón he venido? – pregunté mirando al anciano.

El viejo hombre respondió algo que tampoco entendí del todo.

-- Has venido a descifrar los mensajes del pasado. Pero si tú lo deseas, te contará la historia completa.

-- Interesante. En parte es cierto, algo de eso me trajo a Egipto. Pero también puede contar la historia, dile que pondré  atención. – dije interesado.

Muchos de aquellos ancianos, tienen grabadas en su memoria, antiguas y fascinantes historias transmitidas a traves de generaciones. Escuchar una de ellas me pareció fantástico.

-- ¡Oh no, por favor John, nos tendrá hasta la mañana con una narración fantástica, increíble...descabellada!

-- Bueno, supongo que a él se la habrá relatado su padre, tal vez.

-- Así es, y según dice, a éste su padre y así por los siglos de los siglos... ¡mi abuelo ha vivido repitiéndola toda su vida!

-- No importa, me resulta interesante escucharla. Cuando nos venza el sueño nos vamos a dormir y listo. – dije sonriendo.

Ahmed aceptó a regañadientes.

Las horas pasaron y sólo cuando el sol comenzaba a asomar en el horizonte concluyó su relato. Ahmed hacía un par de horas se había dormido profundamente y mis ojos ya no podían permanecer abiertos un minuto más.

A bordo del automóvil policial enviado desde  Asuán dormí durante todo el viaje de regreso.

Cuando arribé a la ciudad de El cairo, horas más tarde y luego de comunicar lo sucedido a la agencia la cual me había rentado el vehículo todo terreno, me dirigí hasta la oficina del profesor Sader.

Este quedó pasmado al relatarle mi terrible experiencia.

-- John, debe tener más cuidado la próxima vez. – dijo con seriedad.

Para el siguiente día, estaba abocado otra vez en mi tarea. Restaba menos de un mes del tiempo acordado para resolver aquel enigma, pero sin claves descubiertas hasta el momento, se había convertido en un maldito y gigantesco puzzle.

Para entonces estaba casi seguro de no lograr descifrar aquellas escrituras. Y peor aún, no podía concentrarme por completo en mi tarea. El relato del anciano camellero me había atrapado y por alguna extraña razón regresaba a cada instante.

¿De donde diablos había sacado esa historia tan fantástica?

¿No tendrá relación....?

De repente, aquella loca idea idea cruzó por mi cabeza.

¿Era posible que dicha historia estuviese vinculada con el milenario papiro?

-- Si cabe la posibilidad, entonces el idioma utilizado es... – dije por lo bajo

Poco después mi corazón casi se detiene al confirmar la sospecha. El presunto documento estaba escrito, utilizando nada más y nada menos que nuestro alfabeto occidental moderno.

-- ¡Es imposible! ¡Es imposible!... – exclamaba una y otra vez en voz alta sin poder controlar mi emoción.

Tal es así, que uno de los guardias de seguridad del museo entró en la sala del primer piso para averiguar la razón del escándalo.

Los doscientos veinticuatro caracteres diferentes utilizados para el escrito, eran con toda exactitud ocho veces la cantidad de letras de nuestro alfabeto.

¿Existirá una relación? – me pregunté.

Pronto la descubrí.

Cada uno de los caracteres eran las letras que todos conocemos. Y aunque escritos de ocho formas diferentes, siempre representaban la misma letra. Por ejemplo, la letra A podía encontrarse invertida o de lado, otras veces carecía de su travesaño. La ve corta, con sus trazos de desigual longitud y en distintas posiciones, pero siempre representando la ve corta. La be larga, a veces escrita sin el trazo recto que la compone, acostada, o ambas cosas.

Me había topado con algo increíble y a la vez estremecedor.

Pero todo no terminaba allí.

Aplicando mi hallazgo, aquel texto aún no decía absolutamente nada. Eran sólo miles y miles de letras sin sentido.

Restaba encontrar la clave del criptograma.   

Entonces fue cuando surgió aquella brillante idea que hasta el presente día recuerdo.

Decidí formar una larga cadena con todos los nombres de los personajes principales del increíble relato del anciano, uno a continuación del otro. Utilizando el potente procesador, formé todas las combinaciones posibles para luego utilizarlas como clave.

Varias horas demoró la veloz máquina en develar el misterio, pero cuando por fin apareció en su pantalla un texto legible y coherente, la sangre se heló en mis venas.

Estaba ante un descubrimiento increíble, algo gigantesco, con seguridad capaz de cambiar la historia de la humanidad.

Permanecí perplejo, mudo.

Tuve la sensación de tener entre manos una terrorífica bomba a punto de estallar.

Cuando acabé de leerlo, cinco días mas tarde, convoqué al profesor Sader y luego de prepararlo para la tremenda noticia, pasé a mostrarle mi hallazgo y expliqué con lujo de detalles la técnica utilizada para llegar hasta aquel punto. Posteriormente resumí el contenido del papiro en un relato que me llevó al menos una hora transmitirle.

Su reacción resultó previsible.

Se puso pálido y perdió la compostura.

Luego de unos minutos y recuperar un tanto la calma dijo:

-- ¿Tiene…tiene usted una cabal idea sobre que cosa tenemos entre manos, John?

-- Me temo que... – interrumpí la frase.

-- Pueden ocurrir varias cosas. Que nadie crea que se trata de un documento auténtico. Pase por una fantástica historia similar a la del Mahabharata hindú. O se confirme la historia relatada y tenga el efecto de una bomba nuclear sobre la religión y la historia de la humanidad conocida hasta el presente. que iba a ocurrir si aquella vieja .

Debemos mantener oculto...es decir, nadie excepto nosotros, debe saber jamás de que se trata el texto. Las implicancias de su revelación al mundo serían devastadoras.

-- ¿Y si alguna otra persona lo descifra como yo lo he hecho?

-- Nadie lo hará, toda prueba debe desaparecer. Yo mismo deberé encargarme.

 

 

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