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ALCIDES

 

Me hallaba yo felizmente casado hacía dos años, un próspero industrial que en el transcurso de los últimos cinco años, había visto acrecentarse a pasos agigantados la respetable fortuna que de mi fallecido padre había heredado.

No tenía casi problemas y era muy feliz con mi buen pasar económico; que sin pecar de mentiroso o exagerado, podía tildarse de opulento.

Pero la naturaleza del ser humano es bien complicada, vive en pos de la felicidad sin saber muy bien donde ella se encuentra, busca y rebusca por doquier menos en el lugar donde él mismo está.

Treinta y cinco años tenía yo, cuando obedeciendo a una caprichosa decisión,  se me antojó realizar una excursión al aire libre y que no había llevado a cabo nunca en toda mi vida.

Se trataba de una de aquellas cosas que le quedan a uno dentro del tintero, y que tarde o temprano debe realizar para sentirse bien consigo mismo. Nunca faltó oportunidad a lo largo de mi vida hasta aquel momento, para realizar alguna excursión de ese tipo; pero siempre y arguyendo estúpidas excusas, había yo evitado embarcarme en tales aventuras, siempre poseído por infundados y exagerados temores a todo lo malo que pudiere ocurrir con mi persona.

Mi fértil imaginación me hacía ver mordido por una serpiente venenosa, despeñado por un barranco, o arrastrado por las tumultuosas aguas de un rápido de algún ignoto río, y al cual me había precipitado luego de una trágica caída.

Un buen día, ante la inútil protesta de mi esposa y de mis asociados en las finanzas, decidí dejarlo todo por un par de semanas y partir hacia las montañas, solo por completo.

Cargué una mochila conteniendo todo lo necesario en el baúl de mi automóvil y emprendí el viaje hacia lo que esperaba, fuera un feliz encuentro con la naturaleza, bien lejos del mundanal ruido.

Había escogido las sierras de Green Valley, por su singular belleza, y con más razón, escaso turismo en aquella época del año.

Así, luego de un día y medio de hermoso viaje, dejé mi lujoso y moderno automóvil en un antiguo parador donde cuidarían de él hasta mi regreso y partí con mi mochila al hombro en feliz caminata.

En realidad, para no faltar a la verdad, no se trataba de una zona muy despoblada que digamos, pues según había observado antes en el mapa, existían varias pequeñas localidades, no distantes entre sí por más de cincuenta kilómetros. Además de una buena cantidad de carreteras, otros caminos de tierra secundarios,  varios riachos donde según se comentaba abundaba la pesca. Media docena de pequeños lagos, completaban aquel maravilloso edén para todo el que desease una temporadita al aire libre.

Mi primer día de marcha, debo admitir que resultó bastante agotador a pesar de mi buen estado físico, pues era obvio que no estaba acostumbrado a una travesía tan larga. Por la tarde, armé mi pequeña tienda de campaña en las cercanías de uno de esos riachuelos de cristalinas y frescas aguas. Pero mi felicidad se vio colmada, al lograr capturar una gran trucha con mi equipo de pesca portátil  que luego asé a la luz de la luna.

Antes de irme a dormir, contemplé durante largo rato y extasiado, aquel universo repleto de estrellas, que en medio de aquella soledad, me mostraba la grandiosidad de la naturaleza.

Aquella noche dormí plácido y como nunca.

Desperté muy temprano en la mañana para prepararme un aromático y exquisito café. Todo era perfecto, y además, todo sucedía como si lo que percibían mis sentidos y desde que me encontraba en esos parajes, se hubiese magnificado en intensidad y en belleza. Tal es así, que por un momento lamenté no haber tomado la decisión de emprender aquella aventura mucho tiempo antes, o por no haber realizado excursiones similares de forma periódica y a lo largo de mi vida pasada.

Había estado ciego o sido un verdadero estúpido.

Por todas esas razones, me hice la firme promesa de volver a repetirla en un futuro cercano, en solitario, con mi amada esposa, o con quien quisiese acompañarme.

En los cinco días subsiguientes visité tres pequeñas localidades, pintorescas, dotadas de una tranquilidad sobrecogedora; con sus amables pobladores y su paisaje de belleza natural.

Para el séptimo día, y hoy lo recuerdo muy bien; tomé por un camino lateral, un desvío que partía del cual yo estaba transitando. No sé si por curiosidad impulsada por el deseo de saber hacia donde conducía, ya que no figuraba en el mapa o porque así lo quiso el destino.

Luego de unas dos horas de firme marcha, habiendo ya recorrido casi unos diez kilómetros, me detuve a descansar un rato sentándome sobre una gran roca. Encendí un cigarrillo y comencé a pensar con seriedad en volver sobre mis pasos, pues aquella vía aparentaba no conducir a ninguna parte.

¿Dónde desembocaría el estrecho camino?

¿En alguna localidad que no figuraba en mi mapa?

¿Tal vez en algún rancho agricultor o ganadero?

-- Vaya uno a saber. – dije en voz baja.

La simple y mera curiosidad, un empecinamiento de último momento y cuando estaba a punto de regresar por donde había venido, me acicateó para continuar por aquella senda.

Otras dos horas de marcha sin llegar a ninguna parte en concreto, sólo aumentaron mi intriga; por lo que en vez de desistir, aquel hecho hizo que me empeñase aún más en continuar en aquella dirección.

De pronto, a poco más de cien metros de donde me había yo detenido a encender otro cigarrillo, logré divisar un cartel asomando en un recodo próximo.

Eché a andar y me detuve al llegar al pié del mismo.

No era muy grande en dimensiones, su fondo de color blanco donde letras rojas decían:  “ALCIDES”.

-- Por fin he llegado al pueblo de Alcides. – dije por lo bajo.

Estaba ya por retomar la marcha por aquel camino, que presuntamente conducía hasta el presunto pueblo, cuando advertí que a un lado de aquel cartel se erigía un pequeño trípode de un metro de altura, pintado en negro, y en cuya cúspide se hallaba emplazada una base circular de unos veinte centímetros de diámetro. Sobre ella, una flecha cual la aguja de una brújula giraba libre. 

La curiosidad hizo que me acercara al instante, para descubrir que algo se encontraba escrito en aquella base dividida en cuatro sectores:

“TE QUEDARÁS” / “NO TE QUEDARAS”/ “TE QUEDARAS”/ “NO TE QUEDARAS”.

Sonreí al pensar en la ocurrencia de su creador y decidí echar a girar la flecha para ver que me tocaba en suerte.

Por fin, y luego de varias vueltas, se detuvo indicando “TE QUEDARAS”.

-- Entonces me quedaré. – dije en voz alta, para luego agregar sonriendo. -- Al menos por hoy.

Un poco pasadas las doce del mediodía, ya comenzaba a sentir las quejas de mi vacío estómago, lo cual hizo que apurara el paso con todas las intenciones de comer algo en alguna cantina o posada que encontrase en aquel ignoto pueblo.

Minutos más tarde, llegué a transitar por lo que supuse se trataba de la calle principal. No tenía el lugar nada de nuevo, muy similar en aspecto a otros lugares pequeños que había visitado en esos días. A simple vista, luego de andar unas cinco cuadras, estimé que se trataba de una pequeña población, a lo sumo de diez calles de largo por otras seis o siete de ancho, no más que eso.

A mi paso, recibí el saludo amable de algunos lugareños que deambulaban a pié o en bicicleta. Así, luego de unos minutos, me detuve un instante para preguntar a un hombre de unos sesenta y tantos años que barría el frente de una barbería, donde podría yo encontrar algún lugar para poder almorzar.

-- Disculpe usted caballero, ¿podría indicarme un buen lugar donde pudiera comer algo?

El tipo me miró y sonrió, enseguida respondió:

-- ¡Ah! ¿Un forastero supongo?, continúe usted dos calles más y sobre la derecha encontrará el bar de Angie. A propósito, ¿encontró ya donde alojarse?

-- No esteee, yo pienso almorzar, dormir un poco y por la tarde me marcharé.

-- Ahhh, entiendo....pero si va a quedarse, yo tengo una vivienda desocupada que con gusto le rentaré. Además le diré que a orillas del lago hay un par de playas hermosas y a sólo cinco minutos de caminata desde aquí. Sé que apreciará tomar un poco de sol o tal vez darse un baño.

Pensé en lo que me había informado y le respondí que tal vez lo hiciese luego. De todas maneras, continué hasta la pequeña taberna propiedad de la tal Angie.

El lugar era pequeño pero muy pulcro y bien arreglado, una barra con taburetes para cinco personas, y unas diez mesas con sus respectivos grupos de sillas alrededor. Allí seis despreocupados parroquianos en dos grupos de tres, bebían y charlaban alegres.

Al verme ingresar al local, sus miradas se volvieron hacia mí con un no disimulado asombro. Me pareció escuchar que uno de ellos susurró:

-- Miren, uno nuevo....

El resto de lo que dijo no pude percibirlo con claridad, dado el bajo volumen de su voz,  es probable para que yo no me percatase de lo que él repetía.

Pero era algo así como: “--  ¿Qué le habrá.....?”

Resté importancia al hecho y me acomodé en la barra. Enseguida, proveniente de una puerta detrás, apareció una mujer cincuentona, que al verme agrandó sus ojos y mostró una amplia afable sonrisa.

-- ¡Muy buenos días forastero! ¿Qué desea tomar o comer?

Devolviéndole la sonrisa le respondí:

-- Desearía comer algo, no sé que puede usted ofrecerme, y además tomaré una cerveza.

-- Le aclaro caballero, que todo lo que usted puede comer aquí es casero y también la cerveza. Tenemos huevos con tocino, jugosa carne a la plancha, verduras frescas en ensaladas, pasteles de carne y jamón, puré de papas....

-- Humm, la verdad todo eso suena exquisito. Comeré huevos con tocino y un poco de puré de papas, pero la cerveza prefiero que sea comercial.

Y concluí diciéndole la marca que yo prefería.

-- Lo siento caballero, pero toda las bebidas son caseras...créame que son muy buenas Mr.....

-- Aldridge, Jim Aldridge, está bien, tomaré una cerveza casera. – respondí.

De todos modos probaría algo nuevo y... ¿qué tan malo podría llegar a ser?

Almorcé opíparamente, y a decir verdad, la cerveza era muy buena tal como lo había mencionado Angie.

Dispuesto ya a retirarme solicité la cuenta por lo consumido y ella preguntó:

-- ¿En moneda local o en dólares?

La pregunta me resultó un tanto desconcertante y absurda, pero enseguida respondí que abonaría el importe de mi almuerzo en dólares; por lo que ella dijo:

-- Siete con cincuenta.

Le alargué un billete de diez agregando que se quedara con el cambio.

Luego, enfilé hacia el pequeño lago, guiado por un par de carteles que indicaban el camino. Caminata de por medio, al llegar, me eché despreocupado en la pulcra arena de una de las playas que estaban sobre la orilla, donde me quedé profundamente dormido, pues cuando desperté ya eran casi las cuatro y media de la tarde.

En aquel momento, decidí de manera intempestiva marcharme de aquel sitio para continuar mi travesía. Desanduve el camino hasta el lago, y desde allí el camino que conducía  hasta Alcides, pasando por su cartel de bienvenida con la extraña ruleta a su lado.

Al pasar junto a él, sonreí pensando en cual habría sido en realidad la idea del creador de aquella tonta ruletita al concebirla.

-- Vaya a saber. – dije.

Un par de horas de marcha sostenida, hicieron que me detuviera a descansar por un momento; sentándome al costado del camino y próximo a una curva que estaba un poco más adelante.

Estaba yo disponiéndome a encender mi cigarrillo, que ya sostenía entre los labios y el tercero en aquel día, cuando divisé una mancha blanca que sobresalía luego de la curva próxima.

Me puse de pié de inmediato, pues quería negar lo que delante de mí estaba viendo. Troté apurado y lo más rápido que pude con aquella pesada mochila sobre mis hombros, hasta que llegué a la curva para sólo comprobar mis sospechas.

El cigarrillo cayó de mis labios y mi boca quedó abierta en un gesto de perplejidad absoluta.

Me hallaba frente al blanco cartel que anunciaba con sus rojas letras: “ALCIDES”.

-- ¡¿Cómo es esto posible?! – dije para mis adentros.

Que endemoniado rodeo había dado yo sin darme cuenta en que dirección marchaba. Me resultaba imposible y tremendamente desconcertante, encontrarme otra vez en la entrada de aquel pueblucho, pero por desgracia así era, ni más, ni menos.

Maldije por el tiempo perdido, y girando con rabia sobre mis pies, comencé a caminar en dirección contraria, esta vez valiéndome de la brújula que traía conmigo.

Lo que más llamaba mi atención era que no había otras sendas, caminos laterales, o bifurcaciones que pudiesen haberme confundido llevándome una y otra vez hasta aquel sitio. Nada.

Dos horas más tarde el sol se ocultaba, pero aún así, decidí avanzar un poco más, con la esperanza de llegar a la carretera principal y al sitio donde nacía aquel  camino que desembocaba en Alcides.

No tuve mayor problema en continuar mi marcha en medio de la noche, pues la luna llena brillaba en todo su esplendor y ni siquiera tuve necesidad de utilizar mi linterna.

Al cabo de media hora más, y cuando doblaba uno de los tantos recodos me detuve en seco.

Ante mí y a sólo unos treinta metros, se erguía otra vez el dichoso cartel blanco con sus letras rojas.

Lancé un insulto a viva voz y me tomé la cabeza con ambas manos. No sabía que rayos estaba sucediendo. ¿Me habría extraviado debido a la oscuridad? No, eso resultaba imposible, el camino era uno sólo y no cabían dudas. ¡Otra vez en el mismo lugar luego de cuatro horas de marcha no representaba algo normal de suceder!

Estaba más que confundido y no hallaba una explicación lógica; por lo que, cansado como me encontraba, armé con presteza la tienda de campaña a un lado del cartel, y enfundado en mi bolsa de dormir decidí que lo mejor sería dejar todo para el día siguiente.

Desperté como a las nueve en una mañana radiante de sol, sin una nube en el azul y diáfano cielo. Me desperecé estirando mis brazos y mis piernas, dejando por el momento de lado el tema de que estaba anclado en aquel sitio desde el día anterior, y me preparé un poco de café caliente haciendo un pequeña fogata con ramas secas a la orilla del camino.

Bebía de a sorbos aquel elixir, pues supuse, despejaría un poco mi mente, mientras contemplaba aquel maldito nombre de Alcides.

-- Vaya nombre con que te han bautizado. ¿Quién habrá sido? ¿Tal vez el fundador? — pensé por un momento.

Cuando hube terminado mi café acompañado de un par de galletas; recogí mis pertenencias y partí de nuevo alejándome, o a decir verdad intentando hacerlo. Alejarme de aquel pueblucho de mala muerte al cual ya comenzaba a odiar. Además y como era de esperarse, no tenía la más mínima intención de regresar a él otra vez en mi vida.

Algo que me resultaba por demás de extraño, era el simple hecho de que no había visto transitar en lo absoluto ni un solo automóvil o algún otro vehículo, ni siquiera un ocasional caminante.

Cuando dos horas más tarde, arribé al mismo sitio de entrada a Alcides, casi sufrí un colapso.

Estuve a punto de desmayarme y mi corazón se aceleró. En ese preciso instante, supe que lo que estaba ocurriendo era algo sobrenatural; no sabía porque o como, pero algo extraño sucedía conmigo y con aquel maldito sitio.

Comencé a pensar que todo era obra de extraterrestres, como recordaba haber visto en algún film, o que tal vez yo había traspasado y vaya a saber cómo, un insólito portal hacia otra dimensión.

Mi ahora acalorada mente, trataba de explicar lo inexplicable a través de cantidad de ideas fantasiosas que acudían de manera repentina.

Luego de cavilar un rato, decidí que lo mejor sería entrar por enésima vez en aquel pueblo y tratar de resolver aquel entuerto de alguna forma lógica y coherente, si es que la había.

Ingresé por la calle principal, y desde allí en adelante, comencé a observar con cuidado, tratando de registrar hasta el más mínimo detalle de todo lo que mis ojos veían.

Un poco más tarde y como si nada ocurriera en realidad, me hallaba yo en el bar de Angie, acuciado por la sed, bebiendo una cerveza casera bien fría. La mujer me atendió con simpatía y de forma cortés, como si nada pasara e igual que la vez anterior. Sin embargo noté que me observaba bastante, como esperando a que yo dijese o preguntase algo.

Por supuesto, no lo hice.

Otros parroquianos que allí había, también me observaban más de lo normal y para mi gusto. Por fin, Angie rompió aquel tenso silencio que se había producido en algún momento y dijo:

-- ¿Y, que tal? ¿Le gusta nuestro pueblito?....

-- Sí, es muy bonito. – respondí haciendo una mueca.

Un poco más tarde, abandoné el bar de Angie, y más adelante, me detuve en la acera para observar a un vecino que continuaba lavando con prolijidad su automóvil, y que yo había observado al llegar.

Me acerqué y estirando la mano me presenté:

--  Jim Aldridge.

El hombre que tendría unos cincuenta y tantos años, interrumpió su tarea y me echó una mirada de arriba a abajo, luego estiró enseguida la suya para darme un efusivo apretón mientras con una sonrisa decía:

-- John Peltier, es un verdadero placer señor Aldridge.

-- Hermoso automóvil tiene usted mister, un poco viejo pero muy bien cuidado, ¿lo usa a menudo?...

La última pregunta, al señor  Peltier debió caerle como un balde de agua fría. Detuvo la labor que había recomenzado hacía unos segundos, y mirándome fijo, me respondió escuetamente:

-- No mucho.

Luego de aquel cambio repentino en su expresión me pareció que tuvo la intención de agregar algo más y se arrepintió. Luego, continuó con su lavado sin siquiera mirarme a la cara.

Continué mi caminata hasta salir de Alcides por el extremo opuesto al que había ingresado, pase junto a parcelas de cultivos varios, donde pobladores se encontraban trabajando de manera ardua. Luego, tomé por un estrecho camino de tierra y anduve por más de una hora, por fin, atravesé un hermoso y tupido monte donde me detuve para echar un vistazo  a mi mapa.

Con sorpresa descubrí que aquella zona en realidad no existía en él, o al menos no figuraban detalles u otra información gráfica que indicara la existencia de un pueblo.

Continué mi marcha por una hora más, y luego de atravesar otro monte de árboles, pude divisar más adelante, y para mi total sorpresa y desazón...otra vez , Alcides.

Créanme si les digo, que me pasé el resto de aquella terrible jornada, entrando y saliendo por distintos caminos, pero retornando siempre y de forma inexorable al maldito lugar.

Cuando cayó la noche, recurrí al hombre que había yo encontrado la primera vez que había entrado a Alcides y el que me había ofrecido alojamiento. La barbería ya había cerrado sus puertas, sin embargo él se encontraba aún en la entrada del negocio.

Cuando me vio, esbozó una sonrisa.

Me acerqué y le dije:

-- ¿Me recuerda usted?....he decidido aceptar su oferta de lugar para alojarme.

-- ¡Como voy a olvidarme! Venga, acompáñeme, le gustará, y además el precio será muy accesible mister..., a propósito, mi nombre es John Collins.

-- Jim Aldridge. – dije presentándome.

La vivienda a la que me condujo, se trataba de una casa pequeña pero muy agradable y bien arreglada. Con un jardín en su frente, donde lucían su colorido unas flores muy bonitas, además de un patio trasero con un par de árboles de mediano tamaño.

Allí pase la noche, y por la mañana siguiente, luego de ordenar un poco mis ideas, decidí salir a recorrer el pueblo en forma mucho más exhaustiva. La única librería del lugar no tenía mucho que ofrecer, pero al menos pudo proveerme de papel y lápiz. Así, con estos dos elementales utensilios, me propuse trazar un detallado plano del pueblo y sus inmediaciones. Ello, suponía, me permitiría evaluar una posible ruta de escape de aquel siniestro sitio. Pues más que una salida, ahora lo consideraba en realidad un escape de vaya a saber que poder o fuerza misteriosa que se empeñaba en retenerme.

Por la tarde, examiné el plano que con todo detalle había dibujado; para descubrir que sólo era un plano común y corriente. Sin embargo todas las entradas o salidas, y que ya había recorrido, se perdían en la nada para luego retornar a Alcides. Era como si dieran una gran curva para luego volver al punto de partida, ingresando de nuevo al poblado por un camino distinto.

Al siguiente día, decidí intentar otra vía de salida.

Esta vez, decidido, no tomaría por un camino o una senda, sino que marcharía en una dirección determinada, atravesando montes, pastizales o lo que fuera. La lógica me decía que si no perdía el rumbo, y orientado por mi brújula; lograría al fin  salir del pueblo.

Así lo hice, escogiendo la dirección norte comencé una ardua y dificultosa travesía; sin apartar por supuesto, la vista de la aguja de mi instrumento de orientación.

Pero muy a mi pesar y luego de muchas horas de penoso andar, creo que alrededor de seis en dos intentos diferentes, mis pasos me condujeron otra vez a Alcides.

Regresé a la casa que había rentado donde comencé a gritar desaforado, presa de un descontrolado ataque de ira y nervios y hasta quedar casi mudo por la ronquera.

¿Qué era lo que sucedía?

¿En que endemoniado lugar me encontraba atrapado?

¿Sería obra de algún ente?

¿Tal vez obra de Dios, sobre cuya existencia siempre tuve dudas y ahora El me daba una lección de aquella manera cruel?

No lo sabía.

Cuatro días más tarde, ya conocía a muchos de aquellos pobladores y había ensayado más de una docena de caminatas por distintos rumbos, buscado huir pero sin lograr nada en absoluto. La gente que allí vivía, se abastecía con lo que ellos mismos producían; pues observé que ningún producto, de cualquier índole, entraba o salía de Alcides.

Es más, parecía que nada entraba o salía.

Pasado un tiempo, sus pobladores no tenían reparos en mostrarse amables conmigo; pero apenas  trataba de indagar de forma sutil que era lo que allí sucedía; cambiaban de tema o interrumpían abruptamente la conversación, y despidiéndose apurados, se alejaban de mí. Casi todas las veces alegando haberse olvidado que tenían que hacer tal o cual importante cosa.

Mirando el plano que yo mismo había dibujado, advertí que Alcides tenía una pequeña estación del ferrocarril, incluso yo había pasado frente a ella pero sin darle importancia en aquel momento.

Me di una palmada en la frente y exclamé:

-- ¿Cómo pude ser tan, pero tan estúpido?

Hacia ella me dirigí de inmediato.

Se trataba de una bien cuidada edificación a todas vistas antigua pero en perfecto estado de conservación, con sus paredes de ladrillo color marrón y su techo de tejas rojas a dos aguas.

Un corto corredor atravesaba el edificio justo en la mitad, y que conducía desde la parte que daba al pueblo hasta el andén por donde estaban los rieles.

-- ¿Cómo podía haber sido tan idiota de no percatarme? – seguí pensando.

Atribuí el hecho de pasar por alto la existencia de aquella estación, a mi calenturiento frenesí por huir a toda costa de aquel lugar.

Una vez allí, casi corrí hasta la pequeña ventanilla de la boletería que daba hacia el andén y las vías. Me detuve, y con mis nudillos ejecuté con ansiedad golpecitos sobre el vidrio.

Enseguida apareció un anciano y algo adormilado hombre que con seriedad me preguntó:

-- ¿Qué es lo que se le ofrece señor?

Lo miré fijo y le dije:

-- ¿Hacia donde puedo viajar desde aquí?

-- El único servicio es hasta el parador Junction River.

-- Bien, bien, ¿y a que hora pasa el tren por aquí? – pregunté.

-- A las once de la mañana, aproximadamente. – respondió el anciano.

Sonreí de buena gana, y una loca euforia se apoderó de mí. Tal es así, que no dejé de reír y sonreír, cobrando la apariencia de un enajenado.

El boleto me costó trece dólares, y luego de retirarlo, tomé asiento en el único banco que había en el lugar, a esperar impaciente el arribo del tren que me sacaría de aquel sofocante  sitio.

Eran las once y diez y yo aún esperaba.

Cuando comenzaba a pensar que el tren no arribaría nunca a aquella estación, que todo era un cruel y triste engaño; justo a las once y veinte, cuando ya me dirigía hacia la boletería enfurecido dispuesto a tomar del cuello a aquel anciano timador con el propósito que me brindara explicaciones; a mis oídos llegó sobresaltándome el conocido silbato.

No podía creerlo pero estaba ocurriendo.

El pequeño convoy compuesto por una negra y antiquísima locomotora a vapor, su vagoneta depósito de carbón, y dos vagones de pasajeros detrás; arribó traqueteando para luego detenerse en medio de sibilantes chorros de vapor.

No podía dar crédito al magnífico suceso, y dudaba ya que estuviese ocurriendo en realidad. Mis ojos lagrimearon y hasta saludé emocionado al conductor asomado fuera de su máquina, que como el empleado de la boletería, se trataba de otro canoso anciano.

Subí y me acomodé en uno de los asientos del primer vagón.

No había pasajero alguno además de mí, y llamó mucho mi atención aquel hecho, por lo que me puse de pié para desplazarme hacia el otro.

Nadie.

Yo era el único en ambos vagones.

-- Esto es muy raro. – pensé.

Por fin, y luego de una espera de diez minutos, el tren comenzó a moverse, no sin antes que la locomotora emitiera un par de pitidos anunciando su partida.

Media hora más tarde, cuando me devoraba la ansiedad por llegar al lugar llamado Junction River, el tren disminuyó la marcha y se detuvo por completo. Intrigado me asomé por la ventanilla, y con tremenda alegría pude leer un negro y alargado cartel donde con letras blancas decía Junction River.

Bajé apresurado y a los tropezones de aquel vagón, mientras una emoción inimaginable me embargaba. Había descendido sobre el pedregullo del terraplén de las vías y junto a aquel cartel.

Pero allí no había nada, solo una larga hilera de pinos bien recortados. Pensé en ese momento que por un error involuntario de mi parte, había descendido del lado opuesto a la estación del ferrocarril.

Cuando el tren partió, observé que frente a mí solo había otra interminable hilera de árboles, nada más.

Estaba en medio de la nada.  ¿Podía ser esto posible?

Crucé las vías corriendo, desesperado, hasta casi chocar del otro lado con un cartel de chapa bastante más pequeño y bastante oxidado que decía:

“ PARADOR JUNCTION RIVER.

DISFRUTE USTED DE ESTE MAGNÍFICO LUGAR DE   DESCANSO Y DE SU HERMOSA PLAYA JUNTO AL RÍO.”

Maldije en voz alta. En mi apuro por abandonar Alcides, no había preguntado al anciano de la boletería, de que se trataba el lugar llamado Junction River.

Ahora sabía que sólo era un parador. De todos modos, decidí que no debía hacerme ya tanto problema, pues al menos había abandonado aquel endemoniado pueblucho, y ahora, desde donde me encontraba, podía dirigirme hacia cualquier otra parte. 

Decidí cruzar una línea de setos por un sendero que encontré más adelante, y siguiendo por el mismo, luego de un corto trecho, llegué a orillas de un río de aguas transparentes donde me topé con una desierta y hermosa playa de arenas blancas.

Nada más. Ninguna persona a la vista.

A la fresca sombra de un árbol, comí unas galletas que traía en mi mochila, y que entre otras cosas eran las últimas, para luego emprender otra vez la marcha.

Comencé a caminar siguiendo los rieles del ferrocarril en el mismo sentido en que había continuado su marcha el tren, esperando ansioso arribar a alguna población rural. No me importaba esta vez el tiempo que la caminata me demandase.

Por la tarde, y luego de cuatro largas horas.... arribé a Alcides.

Ya en la casa que rentaba, me eché sobre la cama y comencé a llorar como un chiquillo. Mi voluntad y mis esperanzas de salir de allí, junto con mi ánimo, se habían desmoronado, se habían quebrado como un frágil palillo de madera.

Al siguiente día abandoné la casa en sólo dos oportunidades, ambas para comer en el bar de Angie y estrictamente durante el tiempo necesario que ello me demandó.

Mi cerebro navegaba en un mar de confusión y descabelladas ideas.

Pero al fin, comprendí que debía serenarme y buscar una solución de forma tranquila y ordenada. Supe que no debía caer presa del pánico, pues mi inestabilidad emocional conduciría de manera inexorable  al enajenamiento de mi torturada mente.

Un par de días más tarde, y habiendo recobrado bastante la calma, me dirigí a un edificio donde según anunciaba en su fachada, funcionaba el ayuntamiento. Supuse que era el lugar indicado para recabar información sobre aquel endemoniado pueblo, sobre sus orígenes, y todo sobre su historia, si es tenía alguna.

Me recibió un señor mayor, muy amable y quien dijo ser el alcalde. Arguyendo tener que marcharse por un asunto urgente, me invitó a pasar, y sin más explicación, otorgó su permiso para que yo investigase sobre lo que deseara. Sólo me recomendó que cuando concluyese, dejara todo donde lo había encontrado.

Luego  se marchó sin más.

Encontré una biblioteca como cualquier otra, con gran cantidad de literatura de toda clase, una oficina de información con libros conteniendo actas de nacimiento y defunciones, otros libros con registros de obras de infraestructura y mejoras realizadas en el pueblo; nada más.

En determinado momento, llamó poderosamente mi atención una pequeña puertita lateral, que luego de abrir, acción producto de mi curiosidad, pude comprobar que conducía a un cuarto de paredes descascaradas y donde cantidad de cachivaches de todo tipo yacían apilados a diestra y siniestra.

Iba a retirarme, cuando no sé por que rara intuición, decidí investigar entre los trastos amontonados.

Luego de revolver un poco, descubrí un viejo cartel corroído y despintado con el nombre de Alcides. En un instante me di cuenta que con toda certeza había sido retirado para ser reemplazado por uno nuevo, era lógico. Pocos minutos más tarde, encontré otro en apariencia más viejo que el anterior, y luego otro, y otro más, y así hasta que para mi sorpresa uno de ellos decía “ALSIDES”.

El nombre se hallaba escrito con una “S” en el lugar donde debía haber una “C”.

De improviso, escuché un extraño ruido detrás de mí y giré de inmediato para ver desde donde provenía.

Se trataba de un hombre de alrededor de cuarenta años de edad que me observaba inquisitivo, con un balde en una mano y con un cepillo de cabo largo en la otra.

Entonces me apuré a decir, con la intención de que no sospechara de que estaba yo haciendo algo malo:

-- Ehhh...el alcalde me autorizó a investigar, mi nombre es Jim Eldridge y soy nuevo aquí.

-- Bien, no hay problema. Mi nombre es Jack  Hollis y me encargo de la limpieza de los edificios públicos. – contestó gentil.

Estaba a punto de retirarse, cuando lo llamé para preguntarle:

-- ¿Sabe usted porque este cartel dice “ALSIDES” y no “ALCIDES”? – dije señalándoselo.

-- Según tengo entendido, ese viejo cartel estuvo colocado muchos años; hasta que se decidió que estaba mal escrito el nombre, y cuando hubo que reemplazarlo, se procedió a escribir “ALCIDES” con la letra “C” ¿Alguna otra pregunta? – respondió el hombre.

-- No, no, está bien. – agregué.

El tal Jack se retiró y yo continué revisando.

Pronto me topé con otro cartel aún más antiguo que los anteriores, y donde aún se leía a duras penas no sólo el nombre de ALCIDES mal escrito, sino que de la siguiente forma:

  “  ALSI    DES”

En apariencia habían ido reemplazándose unos detrás de otros y con el correr de los años, al volverse estos inservibles por envejecimiento. Sólo que éste último, parecía ser el más antiguo de todos. Llamó mucho mi atención, la forma en que estaba escrito, por ello, lo llevé hasta que la claridad del exterior que penetraba por una de las ventanas lo iluminó por completo.

No había nada extraño en él, sólo la separación de las sílabas; como si entre ellas faltasen algunas letras. De inmediato, decidí indagar sobre aquel curioso hecho, por lo que me dirigí hasta el escritorio del alcalde, y rebuscando en uno de sus cajones hallé una poderosa lupa, con la cual regresé para observar con más detalle la inscripción.

Un rato más tarde, había reconstruido aquel maldito nombre y permanecí mudo, asombrado; pero tal vez un poco más satisfecho por haber encontrado la razón por la cual aquel endemoniado lugar se llamaba así.

Con ayuda de la lupa y un trozo de tiza, fui observando bien de cerca, marcando luego con ésta última lo que aparentaban ser microscópicas huellas de pintura vieja.

El cartel decía:

“SALSIPUEDES”

Deduje que bien justificado estaba el nombre con que habían bautizado el pueblo, y obedecía a una verdad irrefutable y absoluta, que por desgracia yo estaba viviendo en carne propia en aquel momento.

¡No podía salir!

En los días subsiguientes y durante un par de semanas, traté de huir por lo que consideré otras vías de escape alternativas. Pero todos mis esfuerzos resultaron siempre y de forma inexorable, en vano.

Incluso intenté probar la suerte girando como un enajenado, una y mil veces la extraña ruleta que yacía en la entrada del pueblo, también sin resultado. Al acabarse el dinero que traía conmigo, no tuve otra alternativa más que buscar un empleo, el cual por suerte no me fue difícil hallar, ya que los integrantes de aquella comunidad y a la cual ahora yo pertenecía, solidarios entre sí en su desgracia de estar allí varados, no dudaban en brindarse ayuda mutua.

Así, con el tiempo escuché los muchos rumores que corrían de boca en boca entre sus habitantes. Rumores que se comentaban muy en secreto y a modo de leyendas. Pero todo giraba en torno a la manera de escapar, y como habían hecho algunos de sus habitantes para abandonar el sitio, pues de la noche a la mañana nunca más se había tenido noticia de ellos.

Nunca faltaban historias mencionando que si no se hablaba del tema  de salir, o se olvidada uno de aquello, un buen día lo lograba. Pero en todos los casos, el misterio de la imposibilidad de abandonar SALSIPUEDES o ALCIDES, como ustedes prefieran llamarlo; permanecía esquivo al conocimiento de sus moradores. Creo que muchos habían quedado atrapados al igual que yo, y otros, los más jóvenes, habían nacido en aquel pueblo. No puedo decirlo con certeza pues nadie me lo confesó en forma abierta.

Así, luego de tres meses en SALSIPUEDES, conocí a Caroline Baker, hermosa mujer de treinta años y con la que estreché vínculos de amistad. No seré hipócrita con respecto a este tema, pues debo confesar que me sentía profundamente atraído hacia ella y para ser sincero no con intenciones de ser su amigo.

Fue con la única persona de aquel lugar con la que yo hablaba abiertamente sobre aquel espinoso tema, y pienso que para ella también yo era su único confidente.

Un buen día, una idea, que para ser honesto no se si calificarla como descabellada o genial, acudió a mi mente. Pensé que era muy posible que existiera alguna línea, barrera o límite, que dividiera aquella zona; barrera infranqueable para sus pobladores pero de alguna forma penetrable para los del exterior. Pues yo había entrado como si tal cosa. El quid de aquella cuestión era descubrirla, para luego buscar la forma de traspasarla, terminando así con aquella aterradora realidad que estaba viviendo y que día a día se tornaba más opresiva.

Pero para mi desgracia, por mucho que busqué y rebusqué durante los meses sucesivos a la ocurrencia de aquella teoría; tampoco obtuve ningún resultado positivo a mis expectativas. Sólo logré retornar cada vez al pueblo maldito, de forma tan simple como había salido.

Cuando llevaba casi un año de vivir prisionero, y mis esperanzas de abandonar SALSIPUEDES casi se habían desvanecido; me hallaba yo sentado y meditando a la vera del camino, justo en la entrada del poblado; cuando de repente un joven con una voluminosa mochila sobre sus hombros se acercó, y sin que yo advirtiera su presencia en un primer momento...

-- Disculpe mister.... – su voz rompió el silencio de aquella tranquila mañana haciendo que me sobresaltara en sobremanera.

Entonces, casi sin poder dar crédito a lo que mis ojos percibían, lo miré fijo por un instante y con voz temblorosa le pregunté:

-- ¿Tu...tu no vives en SALSIPUEDES, verdad?

-- En ALCIDES querrá decir, si es que al pueblo próximo usted se refiere. – contestó tranquilo.

-- ¡Sí, sí, ALCIDES o como diablos quieras llamarlo! – exclamé.

-- No. No vivo allí, y es más, ni siquiera lo conozco. —  afirmó sonriendo.

El joven de unos veintitantos años, al verme tan nervioso preguntó luego:

-- ¿Se siente usted bien?

Lo miré con fijeza y lancé la temida pregunta:

-- ¡¿Te has acercado al cartel?! ¡¿Has jugado a la ruletilla maldita?!

El muchacho debió pensar que estaba loco, pues sin decir más, dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada.

-- ¡¡¡Detente!!! – grité desesperado y me puse de pié.

Al escuchar mi grito, el joven se detuvo en seco y se volvió con rostro temeroso

-- ¡Por lo que más quieras.... no entres en este lugar maldito y menos te acerques al cartel o a su ruletilla del demonio!...¡Gracias a Dios!....

El continuó mirándome fijo, desconcertado, lejos de entender lo que yo trataba de advertirle.

Palpité su confusión por lo que le dije:

-- No creas que estoy demente o algo por el estilo, sólo confía en mí. Ni te acerques a esa entrada, pues si en algo aprecias tu libertad, darás media vuelta y te marcharás de inmediato.

El muchacho no se atrevió a articular palabra, es probable me viese aspecto de loco, pues dio media vuelta y comenzó a alejarse de allí. Fue en ese preciso instante, cuando una luz iluminó la oscuridad de mi mente y se me ocurrió aquella loca idea.

-- ¡Espera! – le grité con toda la fuerza de mi voz.

El joven se detuvo en seco, y entonces en veloz trote lo alcancé de inmediato.

-- Iré contigo...si no te molesta que te acompañe. Sólo por un trecho... te prometo que no hablaré si tu no lo deseas. – le dije sonriendo.

-- ¡Si el sale y yo estoy junto a él, entonces también saldré! – pensé.

El me miró con cierta desconfianza, y asintió con la cabeza para luego decir:

-- Está bien, por mí no hay problema.

La caminata se prolongó por unas cuatro horas, y como era de esperarse, fuimos charlando durante casi todo el tiempo. Mi mirada estuvo todo el tiempo fija en él, tal vez temía que si por un segundo se apartaba, aquel joven se esfumara por alguna misteriosa y desconocida causa.

Primero permanecí muy nervioso, pues esperaba que algo raro ocurriera; todavía no creía que aquella simple e ingenua solución diera resultado;  pero luego me calmé y decidí que más me valía pensar en otra cosa.

Tuve así tiempo de relatarle mi aterradora experiencia y entonces el comprendió, o por lo menos así lo creí; el porque yo había evitado que entrase en SALSIPUEDES o ALCIDES, como mejor gusten llamarlo.

Por fin, tras unas horas de marcha llegamos junto a la carretera, donde nacía el desvío hacia aquel lugar maldito.  Con una alegría tremenda vi de pronto pasar de largo un par de automóviles. La simple vista de aquellos vehículos estremeció mi cuerpo hasta sus fibras más íntimas. Reía y lloraba a la vez, y me embargó una felicidad nunca antes experimentada.

Por fin, luego de un rato nos separamos, pues le dije que debía descansar un poco, y que además necesitaba permanecer a solas por un par de horas. Creo que aquel joven, desorientado, nunca tuvo una cabal idea acerca de mi cordura.

Nos estrechamos las manos y allí mismo, el continuó por su camino, y yo me senté a un costado a fumar con tranquilidad un cigarrillo que tan amable me ofreció antes de irse. Hoy pienso que en realidad se alegró de liberarse de mi compañía.

No sabía donde me encontraba o en que dirección debía encaminarme, pero poco me importó en aquel momento.

Poco después, regresé a mi hogar, causando tremenda sorpresa para todos, por supuesto en mayor grado a mi esposa. Mi imprevista aparición sin mochila ni pertenencia alguna encima, tanto tiempo después y cuando me daban por muerto; se trataba de un hecho muy extraño e insólito a la vez.

No quise narrar a persona alguna mis peripecias, nada en absoluto sobre lo que me había ocurrido; pues seguro en un manicomio terminaría mis días.

Así, pasaron diez años desde mi aterradora estancia en SALSIPUEDES.

De donde yo pude salir.

Un buen día, y cuando toda aquella odisea había quedado atrás, pero juro que no olvidada; decidí regresar a aquel sitio para investigar a fondo, y no quiero que por esto me juzguen de loco,  demasiado audaz  o desafiante.

Claro está que tomé mis precauciones, tres amigos me acompañaron, mi esposa, y además dos automóviles de policía locales y que gustosos se ofrecieron a escoltarme al saber que buen dinero extra les daría.

Poco más tarde el cuerpo comenzó a temblarme, cuando a través del parabrisas del automóvil vi el blanco cartel ahora muy deteriorado y que decía    AL  SI     DES.

El cambio en aquel nombre, me produjo una total intriga; pero lejos estaba yo de imaginar que más adelante y al llegar, me encontraría con un pueblo abandonado y en apariencia hacía muchos, muchos años.

Descendí del automóvil mudo de miedo en medio de aquellas ruinas, sólo para escuchar que uno de los policías me decía:

-- Este pueblucho está abandonado desde hace unos....yo diría cuarenta años, si mal no recuerdo.

Lo miré intrigado y pregunté de inmediato:

-- ¿Está usted seguro?

-- Por supuesto. He nacido, y siempre he vivido muy cerca de aquí. – respondió sonriendo.

Solicité que por favor me dejaran solo, y comencé a recorrer sus abandonadas y polvorientas calles. Edificaciones y casas en ruinas era todo lo que allí había. Por último, me dirigí hacia el cementerio sin saber muy bien el porqué, pensé que encontraría en aquel sitio alguna respuesta.

Comencé a leer las inscripciones sobre las lápidas que allí se encontraban, sólo para descubrir con horror algunos epitafios:

“ Aquí yace Angie Williams”  1906 – 1956.

“Aqui yace John R. Peltier”    1898 –  1962. Fallecido en accidente automovilístico.

Pero mi corazón dio un vuelco, y casi se detuvo, al leer en una vieja y casi ilegible lápida blanca: “Caroline Giselle Baker”    1893 – 1934

No proseguí leyendo pues era inútil hacerlo.

Salí de allí desconcertado y confundido, trepando con rapidez al automóvil y ante el asombro de mis acompañantes, sólo dije:

-- Vamos....no hay más nada que ver. 

El resto del viaje de regreso permanecí encerrado en un total mutismo.

Nunca mencioné a persona alguna todos estos hechos, pero les juro que fueron ciertos y aún hoy, vívidamente los recuerdo.

 

FIN

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