Lectura y música. Click aquí
Para leer algo y música hacer click en "more"
CARL STANLEY
escritor
LA GEMA AMARILLA
Contaba yo con treinta y tres años por aquel entonces, mi esposa, María, y Marcos un pequeñín de tres, cuando el cartero arribó con una misteriosa carta.
La misiva provenía de una provincia del norte, de un estudio legal y contable de un tal Dr. Frank Norris.
Aquella fría mañana de un sábado de invierno, dispuesto a leerla, me arrellané en mi sofá favorito junto al calor del hogar de la modesta vivienda que rentábamos.
Su texto muy escueto decía: “Mr. Carl Higgins. De mi mayor consideración: Tómese Usted la molestia de viajar lo más pronto posible a Silver Tower City. Herencia disponible.”
Firmado al pié y aclaración de la rúbrica, Dr. Frank Norris, abogado.
Di un respingo en mi sillón:
--¡María!....¡María.... somos ricos!....
Mi buena esposa acudió de inmediato, tal vez pensando que había enloquecido de repente. Con ojos intrigados preguntó:
-- ¿Puede saberse que es lo que ocurre?
-- ¡Es que recibiremos una herencia! – exclamé emocionado al borde de las lágrimas.
Debo confesar en este punto, que en aquellos aciagos tiempos nuestra situación económica distaba mucho de ser floreciente, mucho menos estable. Mi humilde empleo como vendedor de calzado en la pequeña ciudad donde vivíamos, sólo proveía un paupérrimo sueldo apenas suficiente para proveernos a los tres de las necesidades más básicas. Mi muy querida esposa, en más de una oportunidad, obligada se vio frente a aquellas apremiantes circunstancias, a vender productos comestibles de fabricación casera puerta a puerta en la calle.
Cada tanto, con seriedad, discutíamos sobre la posibilidad de emigrar de aquel sitio que sin futuro nos tenía a ambos. Ahora, frente a semejante noticia, era de esperarse la tremenda emoción que había hecho presa de nuestros corazones.
Al día siguiente, decidido a no perder ni un segundo, solicité permiso para ausentarme de mi empleo durante toda una semana. Y provistos del escaso dinero que con mucho sacrificio mi esposa había ahorrado, luego de breves preparativos, emprendimos el viaje en nuestro desvencijado automóvil.
Aquel invierno fue muy crudo, con mucha nieve en los caminos, de hecho, nos demandó interminables catorce horas aquel viaje. Pero gracias a nuestra ocasional buena fortuna, llegamos a destino casi sin contratiempos graves. Digo casi, pues durante el transcurso del mismo, en dos ocasiones tuvimos que detenernos a reparar los neumáticos del viejo y achacado automóvil; el cual, a decir verdad, ya no se encontraba en condiciones de rodar el pavimento.
Silver Tower se trataba de una pequeña localidad campestre, lo que favoreció nuestra búsqueda del tal Norris. Preguntando un par de veces a ocasionales transeúntes, arribamos hasta la dirección indicada en el sobre de la misteriosa carta, y que correspondía a su estudio legal y contable.
Poco después, el pequeño y anciano hombre nos atendió amable, luego que su sesentona y coqueta secretaria le anunciara de nuestro reciente arribo. Su rostro mostró de inmediato una amplia y franca sonrisa, al anunciarme que había heredado una propiedad con todo lo que contenía; situada ésta en los suburbios del pueblo por supuesto propiedad de mi fallecida tía abuela Gertrudis.
Al mencionarlo aquel caballero, de inmediato acudió a mi mente el recuerdo de tan agradable y bondadosa mujer. La última imagen de ella guardaba en mi memoria, era la de una elegante mujer que rondaría los cuarenta años, y cada tanto, llegaba a visitarnos. Además siempre, pero siempre, me traía algún valioso obsequio.
Sentí un poco de vergüenza al recordar tales hechos, pues pensé en mi actitud ingrata hacia ella, debiendo haberla visitado al menos una vez durante sus últimos años. Pero, en fin, lo sucedido sucedió, y lo hecho, hecho está. Tal es como decidí justificarme ante lo que a ingratitudes refiere y me achacaba la conciencia.
Nuestra imaginación, es decir, la de María y la mía; volaron de inmediato evocando la imagen de alguna suntuosa y valiosísima mansión, que luego mediante su venta, acabaría con nuestro padecimiento económico.
Norris se ofreció de buen talante a guiarnos hasta el sitio donde estaba la herencia, por lo que en mi automóvil trepamos de inmediato, y al cabo de recorrer un corto trecho, llegamos a las afueras del pequeño Silver Tower.
Minutos más, Norris me hizo detener frente a la propiedad heredada.
¡Ay que desazón nos embargó!
La casa en cuestión, aunque no pequeña en dimensiones, era muy antigua y su aspecto destartalado.
-- ¡En el pasado era muy linda!
Quiso componer un poco las cosas el abogado. Muy probable al ver el cambio de expresión que se produjo en nuestros rostros.
-- Sí, puede que tenga razón, pero ahora.... – le respondí enseguida en tono de reproche.
El percibió enseguida nuestra intención subyacente, pues de tonto no tenía un pelo. Agregó sin perder tiempo:
-- Si ustedes me lo permiten, puedo ver de alguien con interés en comprarla.
-- Eso sí resultaría bueno. – acotó al instante María desde el asiento trasero. Se hallaba sentada junto al pequeño y ahora dormido Marcos.
-- Por lo pronto, descendamos para que conozcan su interior. – dijo Norris, intentando abrir la puerta de mi vehículo para salirse de él pero sin lograrlo.
Por más que tironeaba de la manijilla ésta no cedía. Presto descendí, y rodeando el automóvil logré abrirla desde afuera.
-- Je,je, estos automóviles.... – dijo en forma obsecuente.
Enseguida imaginé a su otro yo diciendo en cambio:
-- ¡Estos cachivaches viejos!
Llave mediante, nuestro anfitrión abrió la rechinante y amplia puerta principal de la casa.
Cuando encendió la luz quedamos asombrados.
A pesar de su triste aspecto externo, una gran sala central se mostraba muy cuidada. Una importante araña de hierro forjado colgaba del alto techo de madera, la cual, con sus múltiples tulipas iluminaba muy bien la estancia. La gran mesa con su respectivo juego de sillas de robusta y labrada madera ocupaban un costado.
Todos los muebles eran antiguos, sólo cuando fuimos retirando las telas que cubriéndolos servían de protección, observamos su fina manufactura y excelente estado.
La planta baja de la casona, además de su gran sala central, poseía una cocina, un cuarto de lectura pequeño y un comedor diario. Escaleras arriba, un corredor de gastada alfombra con arabescos en color ocre y negro, brindaba acceso a tres dormitorios y un baño, sobre el final, una escalerilla angosta conducía hacia el desván.
-- Ustedes miren bien todo, tómense su tiempo. Yo debo retirarme. Mañana por la mañana pueden concurrir a mi oficina y hablaremos sobre el precio de venta... ¿Está bien? – dijo Norris.
-- Está bien. – le respondí, luego de consultar con la mirada a María.
Ya se retiraba cuando de improviso se detuvo, y volteando hacia nosotros dijo:
-- Creo que querrán comer algo…. tal vez dormir....esteee, yo no les aconsejo hacerlo aquí, es una casa grande y fría; además de estar sucia, llena de polvo y telas de araña. Conseguirán alojamiento en el Holliday, es el hotel situado en la entrada del pueblo, además podrán comer en su restaurant.
Hizo una pausa como pensando agregar algo, pero concluyó diciendo:
– Hasta mañana.
Luego de retirarse el hombrecillo, pregunté a María:
-- ¿Y?... ¿Qué opinas?
Ella me abrazó:
-- Con la venta de esta propiedad, mucho o poco sea lo que obtengamos, estaremos mejor que antes.
Sonreí y le di un beso sobre los labios. Tenía razón.
Hicimos una pausa para ir a cenar, y más tarde, al regresar, continuamos revolviendo en todos los rincones de aquella vieja casa; por supuesto en busca de objetos que pudiéramos rescatar antes de su venta. Pero por desgracia para nosotros, no había en lo absoluto algo de gran valor, sólo vajillas antiguas, adornos, cuadros, etc, etc, etc.
Entonces, decidimos que la entrega se efectuaría con todo lo que aquella propiedad contenía. Resultaría menos problemático para nosotros, pues considerábamos un incordio cargar con pertenencias hasta nuestro hogar muy lejos de allí.
Más tarde, habiendo hurgado en todos los rincones, aún no habíamos hallado la llave del robusto candado que cerraba la puertita del desván. Sólo faltaba investigar su interior y todo sería asunto concluido.
Sin embargo, por más que nos esforzamos, no logramos hallarla por ninguna parte, y por supuesto, no estaba incluida en el llavero entregado por Norris.
Utilizando la punta de un pico hallado en el reducido cuartucho de herramientas de la planta baja, el cual contenía además alguno que otro cachivache; forcé el asa del candado que cerraba la puertecilla del desván, empeñoso éste en ocultar su contenido.
A tientas, busqué un interruptor de luz en aquel oscuro recinto, y luego de encontrarlo, una bombilla suspendida solo por sus cables sujetos al bajo techo, echó claridad al sitio.
Dos pequeños ventanucos ovales daban hacia el frente, por los cuales probablemente, durante el día penetraba la luz del exterior. Un segundo más tarde, descubrimos muebles y enseres viejos apilados desprolijamente unos sobre otros en un rincón.
Por lo pronto, no había nada en aquel lugar que atrajese nuestra atención.
Entonces, al consultar mi reloj, descubrí lo avanzado de la hora y sugerí a María que debíamos ir al hotel a pasar la noche; además, el pequeño Marcos ya se hallaba entre bostezo y bostezo.
Media hora más tarde, con el objeto de comprobar si quedaba algo de valor que hubiésemos pasado por alto, decidí dejarlos en el Holliday para luego retornar a casa de Gertrudis. Era mi intención realizar una última y final revisión, pues por la mañana nos esperaba Norris en su oficina. No convenía demorar nuestro retorno, pues con escaso dinero contábamos para permanecer en aquella localidad por más tiempo.
Me hallaba otra vez yo, revolviendo en el desván de la casona heredada, cuando descubrí un viejo baúl entre aquel revoltijo.
Arrastré aquella antigüedad hacia el centro de la habitación con bastante esfuerzo, para después de abrir su tapa mediante un fuerte golpe que apliqué al pequeño candado que lo cerraba.
Un segundo más tarde me topé con una gran cantidad de pequeños objetos y fotos viejas, recuerdos y souvenirs que mi tía atesoraba y que sólo para ella tenían algún valor.
Un buen rato permanecí contemplando toda una colección de antiguas fotografías; muchas de ellas mostrando parientes conocidos por mí, otras, de personas que yo nunca lograría identificar.
Por fin, cuando estaba dispuesto a terminar con todo el asunto y retirarme para siempre de la casona, un misterioso atadito de tela envejecida llamó mi atención.
El misterioso envoltorio, estaba prolijamente rodeado con una cinta de color rojo, la cual en forma apretada remataba firme aquel paquete. Al desatarla y desenvolver la tela, encontré una pequeña cajita de simple cartón.
La sorpresa de aquel hallazgo, despabiló mi mente y disipó el persistente sueño que empeñoso estaba en apoderarse de mí.
La sorpresa que me produjo su contenido, hizo que mis ojos se agrandasen. Apareció ante mí, una hermosa y llamativa gema de color amarillo ámbar, que tallada con múltiples facetas echaba reflejos de oro.
Tal hallazgo me arrancó una sonrisa, pues enseguida pensé en su probable elevado valor. Debajo de ella, lo descubrí al tomarla, un pequeño, añoso, y amarillento papel escrito con negra tinta y prolija letra, decía:
“Si me sujetas firme en la palma de tu mano, con sinceridad dentro de tu corazón, y dices en voz alta que crees en mí; todo lo que tú des, multiplicado por mil recibirás.”
No supe que pensar al leer aquella frase y esbocé una sonrisa. Releí un par de veces sin saber muy bien a que se refería, tal vez por lo avanzado de la hora y producto de mi cansancio.
La cosa es que, sin dudarlo ni siquiera por un instante; tomé la gema apretándola en mi mano derecha y dije en voz alta:
-- Creo en ti.
Con sinceridad, debo confesar que sentí un poco de vergüenza al hacerlo, pues pensé en lo ridículo de aquella acción. Me sentí tan estúpido que eché a reír. Luego, devolví la gema a su cajita de cartón, y con ella en el bolsillo de mi abrigo, partí echando llave para abandonar aquella casa para siempre.
Al día siguiente, acordamos con Mr. Norris un acomodado precio de venta para la casona, muebles y todo, y emprendimos el regreso.
Durante el largo viaje, no comenté a María en ningún momento sobre mi extraño hallazgo. Sin embargo, mientras por la carretera y conduciendo mi automóvil me encontraba hacía más de una hora; recordé cierta pregunta que me había formulado como al descuido el abogado:
-- Esteee....y dígame Mr. Higgins...¿No encontró algo que resultase de su interés en la casona de Gertrudis....y quiera usted conservar?
Lo miré fijo por un instante, luego respondí que no, en lo absoluto. Noté entonces cierto reflejo de decepción en el rostro de aquel hombre. El mismo debió advertir aquel cambio en su actitud, por lo que enseguida intentó cambiar el tema de la conversación.
¿También buscaría la misteriosa gema?
Desconozco el por que, pero cruzó por mi mente la idea de que aquel viejo zorro estaba detrás de algo.
Antes de retirarme, no sé tampoco la razón, mencioné al descuido que también por mi cuenta buscaría un ocasional comprador para la casona.
En estos pensamientos estaba, cuando más adelante, al borde del camino; divisé una mujer haciendo señas junto un automóvil detenido sobre la nieve y el cual aparentaba encontrarse averiado.
La apenada mujer en cuestión tendría alrededor de unos setenta y tantos años.
Muy agradecida por haberme yo acercado en su ayuda, según me explicó luego, llevaba largo rato aguardando por alguien, pero no había tenido suerte y se estaba congelando. La simple pinchadura de un neumático había sido la causa de su infortunado percance, pero anciana ella, no tenía fuerzas suficientes para reemplazar la rueda desinflada por la de auxilio que se encontraba dentro del baúl.
Presto le brindé mi ayuda, y luego de solucionarse el problema, expresándome efusivo agradecimiento continuó su viaje.
Un par de días más tarde, las sospechas con respecto a Mr. Norris se confirmaron. Habló por teléfono mostrando evidente apuro, comunicándome que los cincuenta mil dólares acordados, ya le habían sido ofrecidos por aquella propiedad.
Desconfié de inmediato de tan rápida transacción, por lo cual, enseguida le manifesté mi cambio de parecer diciéndole haberlo considerado bien, y que por ahora no estaba dispuesto a deshacerme de aquella propiedad.
Algo que no pude entender masculló entre dientes, luego, refunfuñó un poco y se despidió de manera breve.
Sólo dos días pasaron y Norris llamó de nuevo. Esta vez, según manifestó ansioso, el presunto comprador había ofrecido la suma de ochenta mil dólares.
Mi desconfianza aumentó en aquel punto, respondiendo escueto y enseguida, que desdeñara la oferta. Deduje de inmediato que los compradores, o aquel astuto anciano, buscaban algo que yo ignoraba.
La propiedad carecía de un valor tan elevado, ¿sería posible la causa de tanto interés, la misteriosa gema amarilla?
No lo sabía.
Una semana transcurrió cuando se produjo un tercer llamado. Esta vez, manifestó Mr. Norris, que si bien no era ni remotamente el valor real de aquella vieja casona, y trató de convencerme de que aceptar sería un pingüe negocio, la oferta había trepado a ciento cincuenta mil.
Alelado escuché pronunciar aquella cifra. Entonces, me dije que tal vez él, era el verdadero interesado en adquirir la propiedad. Recordaba muy bien, cuando aquel viejo zorro había preguntado si no había hallado yo algo interesante en la vieja casa.
Luego de pensar un poco, afirmé que por menos de doscientos mil no vendería.
Protestó durante un largo rato, alegando que dicha suma de dinero era descabellada y no sé cuantas cosas más, pues a decir verdad no le presté demasiada atención.
Para la semana siguiente, volvíamos a Silver Tower a concretar el negocio.
Luego de obtener aquella jugosa suma de dinero, adquirimos nuestra propia casa y un automóvil más nuevo. No crean dejé de pensar en la realidad del poder de aquella gema, pues a ciencia cierta lo hice. Y durante todo el tiempo que me fue posible, repartí a diestra y siniestra, limosnas y grandes propinas.
Más tarde el dinero llovió a manos llenas.
Lo invertido en una modesta industria farmacéutica, pasado un corto tiempo creció en forma vertiginosa y me brindó tremebundos dividendos. Más tarde, con el gran capital amasado hasta ese momento, volví a invertir en otros negocios, resultando en más y más dinero en mis manos.
Al cabo de cinco años, nos mudamos a una lujosa mansión con jardines y tres finos autos importados dentro de la cochera. Viajamos a muchos lugares que siempre habíamos deseado conocer. Nos habíamos convertido en nuevos ricos.
Sin embargo, por desgracia, el tremendo y radical cambio que se produjo en nuestras vidas terminó afectándome.
Ensoberbecido por el poder con que contaba, obviamente éste otorgado por el dinero, me volví frío, especulador, retorcido y arrogante.
La abundancia me llevó a una vida disipada, desenfrenada, de fiestas, exceso de alcohol y hermosas mujeres.
Pero una infausta noche, cuando pasado de copas me encontraba regresando solitario de una cena de negocios en la capital, pues en una antojadiza decisión había decidido prescindir del servicio de mis dos choferes, quiso la fatalidad que atropellara y sin mala actitud de mi parte, pues fue a causa del alcohol; a una pobre anciana que cruzaba la calle y no advertí.
Me detuve de inmediato, para luego descender de mi lujoso automóvil obnubilado y a duras penas. Entonces comprobé su estado de inconsciencia, junto con graves heridas producto del brutal golpe recibido.
Voló mi mente a cortes y demandantes. A un evidente culpable en estado de ebriedad y a juicios que no deseaba.
-- ¿Y si tenía la mala fortuna que la anciana muriera? ¿Echaría por la borda mi flamante condición de rico? – pensé.
¡De ninguna manera lo permitiría!
¡No estaba dispuesto a sacrificar tanto dinero en lo absoluto!
Eché un vistazo a los alrededores, y comprobando la ausencia de ocasionales testigos del luctuoso accidente dado lo avanzado de la hora, decidí huir del sitio lo más rápido posible, olvidándome de la anciana y del trágico suceso.
Tan profundo había resultado el cambio producido en mi persona en los últimos años, que con sinceridad debo admitir, ni una pizca de culpa sentí por lo sucedido.
Olvidado creí aquel asunto, cuando un par de semanas más tarde a través de un llamado telefónico, un hombre, quien por supuesto no se identificó, me advirtió que de no entregarle medio millón de dólares, estaba dispuesto a acudir a la policía como testigo del accidente del cual yo había sido protagonista.
Evitando tomar decisiones apresuradas en un primer momento, manifesté estar de acuerdo; pero así mismo le dije, que llamase al día siguiente para ultimar bien los detalles de la entrega del dinero.
Debía darme tiempo para buscar una salida a semejante extorsión.
En efecto, al siguiente día llamó para concertar conmigo el sitio donde haría entrega de la abultada suma. Sin embargo, otra jornada transcurrió, hasta que acordamos, luego de una breve puja por decidir el sitio, hacerlo en la parada número doce del subterráneo del Este.
Para él, resultaba perfecto un lugar lleno de gente, evitando por supuesto que yo pergeñara algo malo en su contra.
A la hora y sitio señalados me presenté, y el sujeto al verme, se acercó temeroso. Su rostro, aunque me resultó familiar, no pude identificarlo como conocido.
Un minuto más tarde, nos encontrábamos al borde del andén del subterráneo rodeados de gente apretujada, pues con toda premeditación yo había sugerido la hora de mayor afluencia de personas en aquella estación. Como así también mi cercanía al borde mismo de las vías por donde en pocos segundos más arribaría el tren.
Entonces, cuando sentí la vibración producto de la proximidad de aquel, y divisé sus brillantes luces acercarse por la negra boca del túnel, estiré mi brazo ofreciendo el negro portafolios con una franca sonrisa en mi rostro.
En ese preciso instante, cuando el maldito extorsionador extendió su mano para tomarlo, tremendo empujón le apliqué, por supuesto, luego de cerciorarme que la gente que nos rodeaba no reparaba en nosotros por estar pendiente del arribo del transporte.
El pobre cayó indefenso sobre las vías.
Sin detenerme para observar el resultado del fatal empellón, di con rapidez media vuelta y huí del lugar con disimulo.
Un ensordecedor griterío opacando el sonido del tren se escuchó a mis espaldas.
Debo confesar que, en aquel instante, sentí el compulsivo, irrefrenable y morboso deseo de presenciar como aquel deleznable extorsionador era descuartizado por el tren.
Me alejé con una sonrisa a flor de labios. Por lo bajo murmuré:
-- ¡Esto te ocurrió por buscar problemas conmigo!
De manera definitiva, sin lugar a dudas, me había convertido en una persona maligna y sin escrúpulos. Claro estaba, que por aquel entonces no me daba cuenta en lo más mínimo del tremendo cambio sufrido.
Pero no concluyeron allí mis problemas.
De la noche a la mañana, por cuestiones de la bolsa, cayeron por el suelo todas las acciones que en inversiones tenía, dando por tierra con mis finanzas y con toda mi fortuna. Más pronto de lo que imaginaba, me vi obligado a vender la mansión y los automóviles, junto con todas mis otras propiedades. Acabaron para siempre los viajes de placer junto con nuestra fortuna, y tuvimos que mudamos poco tiempo más tarde a una casita sencilla.
De allí en adelante, las peleas con María resultaron cosa de todos los días y llegamos al extremo de agredirnos físicamente, cosa que antaño, resultaba impensable.
Descender de aquel encumbrado estatus, había sido terrible también para ella, pues al igual que yo, había cambiado su forma de ser, convirtiéndola en una terrible y malhumorada mujer.
Una fatídica mañana luego de protagonizar una agria discusión, me dirigí al garaje de la casa, obnubilado por completo por la ira, y luego de poner en marcha mi automóvil, retrocedí con violencia.
Nunca, durante todo el resto de ésta miserable vida, podré perdonarme aquello.
Sin advertirlo siquiera, arrollé a mi pequeño hijo Marcos de ocho años.
Cuando me percaté de lo ocurrido, ya era demasiado tarde.
La defensa trasera había golpeado de manera fatal su cabeza.
Intenté quitarme la vida muchas veces, sin embargo, no tuve el valor suficiente.
Mi esposa María dejó de dirigirme la palabra. Permaneció encerrada en un total mutismo desde el desgraciado accidente, sólo odio hacia mí reflejaban sus ojos.
La pobre era consumida poco a poco por un estado de locura y silencio.
Un fatídico día, en circunstancias que me encontraba haciendo cuentas papel y lápiz en mano, en un intento de administrar nuestro escaso dinero; fue cuando de improviso y sin que nada me lo advirtiera; clavó violencia inusitada sobre mi espalda una filosa cuchilla de cocina, para luego lanzar un desgarrador aullido propio de un animal salvaje.
Giré de inmediato, ensangrentado, con un atroz dolor por aquella herida, y con inusitada e irracional furia incrusté en su ojo izquierdo el lápiz que sostenía en la mano.
Por fortuna o por desgracia, la afilada hoja de la cuchilla no tocó ningún punto vital y logré sobrevivir.
Pero María, cayó muerta al instante sobre el piso de la cocina.
Huí de allí enloquecido, abandonando lo poco que poseía, para transformarme en un insano prófugo de la justicia.
Dos años después, me encontraba convertido en un menesteroso, anónimo y mugriento que vagaba por las calles de una ciudad lejana. Así, un trágico día intentando trepar a un convoy ferroviario, perdí pié en el apuro por subir al tren en movimiento, caí bajo sus ruedas.
Estas, en forma inmisericorde me cercenaron ambas piernas.
Pero mi sufrimiento no acabó allí. Mi vida ruin salvaron por un milagro los médicos de emergencias.
Tiempo después, recuperado de aquel horrible accidente, en mi destartalado sillón de ruedas que la caridad me brindó, me desplacé hasta un cercano puente sobre el río, y a sus turbias aguas arrojé la maldita gema amarilla.
Aquella terrorífica gema, fuente de todos mis males. Y que como un idiota, por poder y por dinero, su culpa yo empeñoso ignoré.
Amigo mío, si por mera casualidad la encuentras, olvida que la habéis visto; pues si no actúas haciendo el bien y por el resto de tu vida, ella te devolverá con creces todo lo que tu des.