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LAS CRONICAS DE NU BAN. EL CAZADOR (CAPITULO 2)

 

 

CAPITULO  2

 

La amarillenta luz de la fogata proyectaba difusas sombras sobre las irregulares paredes de piedra. Siluetas humanas danzantes al compás de las serpenteantes llamas.

En cuclillas, valiéndose de un trozo de rama seco y ennegrecido, el cazador de curtido torso desnudo atizaba los ardientes leños.   

Las muchas viejas cicatrices sobre su cuerpo eran una prueba de su dura vida pasada. Sus castaños ojos, en un rostro de finas facciones y nariz recta, no se apartaban de las rojizas brasas que parecían tener cierto poder hipnótico sobre él. Sus cabellos eran largos e hirsutos. Rústicos mocasines de cuero de oso ablandado con grasa, cosidos con tripas de liebre secadas al sol, y un taparrabos de abrigada piel, cubrían la parte baja de su cuerpo.

La noche había caído.

Afuera hacía frío, los soleados y cálidos días casi habían terminado, el crudo invierno estaba próximo.

Uno más.

Por un momento pensó en cuantos inviernos habían transcurrido durante su vida.

Eran muchos.

Muy dentro suyo  se consideraba un afortunado. Había visto morir a tantos desde su más tierna infancia, a causa de enfermedades, víctimas de algún animal salvaje, en combate tribal, o por alguna riña doméstica.

Sobrevivir nunca había sido tarea fácil, ni antes, ni ahora.  

Empeorando las cosas, debía cazar para alimentar a cuatro.

Pero pronto, su hijo mayor también se convertiría en un buen cazador. Ra Ban tenía ya doce años, o doce inviernos, según llevaba la cuenta haciendo marcas en la pared de piedra de su cueva. Y el más pequeño, Tu Ban, contaba con diez. Sin embargo, aún debían esperar un poco más para seguir sus pasos.

Por un instante observó como ambos jugueteaban con Akita en un rincón de la caverna, la progenitora de su compañera Mara.

Nu Ban sonrió con satisfacción, la bendición de los dioses le había permitido engendrar dos machos que pronto se convertirían en fuertes cazadores y mejores guerreros para su clan.

Mara era hermosa, de fino rostro y nariz ligeramente respingada, pulcra, esbelta, de largos cabellos de un tono castaño claro y fina cintura. Casi de su estatura, sobresalía entre las demás mujeres. La dulzura de su voz y la belleza de sus verdes ojos podían poner de rodillas a cualquier hombre.

Cuando su mirada reparó en Akita la expresión de su rostro cambió de repente.

En el pasado había sido una bella hembra, casi tan bonita como Mara, sólo que muchos inviernos atrás, cuando Mara era muy joven y se había unido a él. Recordaba haberla poseído algunas veces, a escondidas de Mara, pero cuando con posterioridad ella había engendrado un hijo suyo, éste había nacido muerto.

Ahora representaba una carga no deseada. Una boca más para alimentar.

Había perdido casi toda su dentadura y tenía dificultad para comer. Además, enfermaba con frecuencia y Mara debía cuidarla, distrayéndola de sus tareas cotidianas. No resultaba conveniente en aquellos tiempos.

Una verdadera carga.

Su compañero, el padre de Mara, había resultado muerto a manos de un enorme oso pardo, pero hacía largo tiempo también. Más tarde, Nu Ban había aceptado que Akita viviese junto a ellos y a pedido de su hermosa Mara.

Pensaba, dadas las circunstancias, sería mejor deshacerse pronto de ella, una boca menos para alimentar durante el crudo invierno, menos problemas para su familia, y menos preocupaciones para Mara. Por supuesto Mara no debía enterarse o la predispondría en su contra. Debía ser cauto y llevarlo a cabo de manera que aparentase haber sido un accidente, un hecho fortuito, como el ataque de un oso o una caída desde lo alto de un peñasco cualquiera.

Usaría su hacha de silex para destrozarle el cráneo y listo, pues valerse de su lanza resultaría sospechoso. Sólo debía esperar el momento indicado.

Tal vez cuando estuviese distraída recogiendo leña o agua de la ribera del cercano río….tal vez….

Nu Ban dio media vuelta a la vara atravesada en las piezas   de caza sobre el fuego. Aquel había resultado un día afortunado, un par de gordos conejos salvajes resultaban una bendición concedida por los dioses.

Hábil para la cacería, manejaba su lanza, el cuchillo o el hacha de silex, como si fuesen extensiones de sus brazos y manos. En combate, resultaba veloz y mortífero, a estas alturas había acabado con muchos oponentes de otros clanes.

El suyo no era numeroso, sólo una docena de familias, hecho que los situaba en una posición desfavorable ante quienes de manera intempestiva desearan apropiarse por la fuerza de sus mujeres y posesiones.

Sin embargo, esa desventaja resultaba compensada por la bravura de sus cazadores guerreros. Sumaban una veintena de hombres entre jóvenes y adultos. Pero junto a sus amigos, La Tar, Bara y Rucán, eran temibles oponentes para todo el que osara declararles la guerra. Nu Ban, tal vez no era el más corpulento, pero con seguridad el más letal.

Su padre, el enorme Kar Ban, había resultado ser un formidable guerrero; en cierta forma, brutal y despiadado. Todo lo aprendido por Nu Ban provenía de él. Pero aún sin haber heredado su talla y fortaleza física, estaba dotado de mayor inteligencia, velocidad y habilidad en sus manos.

De las tribus vecinas, la de Bora resultaba ser la más peligrosa,  por superarlos al menos cinco veces en población, esto, sin contar la agresividad de sus miembros. Sin lugar a dudas se trataba de la más grande y poderosa de la comarca, pero por fortuna, la distancia entre ambos asentamientos era de al menos tres días de marcha.

Bora. Un guerrero temible.

Nu Ban no lo había visto nunca, sí conocía las historias que sobre aquel se contaban. Estas hablaban de un gigante dueño de una descomunal corpulencia, con dos metros de estatura y ni hablar de su tremenda fortaleza, brutalidad y crueldad. Según se decía, su arma predilecta era un enorme garrote, con el cual destrozaba de manera  inmisericorde los cráneos de sus ocasionales oponentes.

Bora, toda una leyenda. 

Envueltos en sus pieles de oso y poco después de haber comido, Nu Ban y los suyos se acurrucaron en un rincón de la cueva, donde más pieles cumplían la función de mullidos camastros.

 

 

 

 

La mañana siguiente se presentó fría y gris. Una densa neblina cubría el verde valle al pié de la montaña.

Nu Ban abrió los ojos y se desperezó. Sólo una tenue claridad penetraba por la boca de la cueva diciendo que el sol estaba oculto y malo el tiempo.

Tenía planeado ir por su amigo Bara, y juntos, emprender la cacería diaria. Pensando en ello, recogió su lanza de afilada punta de piedra, el hacha y el cuchillo, luego colocándose su grueso abrigo de piel abandonó el calor de la cueva.

Muy cerca, a sólo cincuenta metros, se encontraba la entrada de la caverna habitada por Bara y su familia.

Bara se encontraba fuera. En cuclillas y lanza en mano.

No era muy frecuente ver salir de cacería demasiados hombres juntos, aquella mañana, Bara había adivinado sus intenciones.

Nu  Ban sonrió al verlo.

Bara tenía casi su misma estatura, el cabello de color negro azabache lucía algo más recortado y prolijo. Su rostro tenía gruesos rasgos y sus vivarachos ojos eran de un tono gris claro. 

-- ¿Como sabías? – preguntó Nu  Ban.

-- Lo adiviné.

-- ¿Quien te lo advirtió, tal vez Hanok el hechicero? – dijo en tono de burla.

-- No, sólo lo adiviné. Se avecinan días muy fríos, de manto blanco y helado. Tu  sabes muy bien lo necesario de cazar mucho para guardar. Animales más grandes que liebres y conejos, tal vez algún jabalí, también atrapar algunos peces del río.

-- Sí, Bara, destazaremos y secaremos carne y peces, como tu dices debemos estar provistos durante la época de nieve, de lo contrario....

-- Quien no acopie suficientes provisiones y leña, no sobrevivirá. Ninguna de las otras familias le dará de comer, como siempre. La época de frío pasada, mi familia y yo la pasamos con lo justo. – dijo Bara agitando con vehemencia una de sus manos.

-- Lo sé. A nadie le sobró.

Estaban a punto de partir cuando unos gritos a sus espaldas los hizo detener.

Ra  Ban, su hijo mayor corría hacia ellos.

-- Aún eres joven para unirte a la cacería. – dijo sonriendo Nu Ban.

-- ¡No padre, es mamá!.... – alterado contestó el joven.

-- ¡¿Que le ocurre?! – preguntó Nu  Ban sobresaltándose.

-- Tiene gran dolor... y fuego en su garganta. – dijo el joven señalando la suya.

El rostro de Nu  Ban mostró de inmediato preocupación.

-- Aguarda Bara. Iré a ver.

-- Ve, aquí te espero.

Cuando padre e hijo llegaron a paso apurado junto a Mara, la hermosa mujer aún estaba en su lecho de pieles. Esa mañana, acuciada por la fiebre, no había siquiera podido levantarse. A su lado estaba Akita, y su otro hijo aún dormía junto ella.

-- ¡Desde hace dos jornadas se queja de gran dolor en su garganta, pero ahora no puede ni beber agua! – exclamó Akita en tono angustioso.

-- No me lo ha dicho. – dijo Nu  Ban, mientras colocaba su mano sobre la frente de Mara.

-- Está muy caliente. – agregó Akita.

Mara gemía de dolor, resultaba evidente la fiebre muy alta y el extremo dolor en su garganta.

-- Iré por Hanok. La curará o nos indicará el remedio. – dijo Nu  Ban.

Unos minutos después regresaba junto a Mara, detrás, sus hijos venían  acompañados  por el hechicero de la tribu.

Se trataba de un individuo que con seguridad excedía los cuarenta, delgado, alto, de rostro anguloso y ojos negros y penetrantes. Sobre su cabeza lucía un desprolijo gorro hecho de piel. De su fibroso cuello pendían un par de collares hechos con llamativas piedrecillas de colores recogidas en el lecho del arroyo cercano.

Nu Ban contempló su andar presuroso, sin embargo, resultaba torpe a causa de su renguera producto del ataque de un jabalí cuando era un joven cazador. Nu Ban no pudo evitar sonreír. No se explicaba de que manera aquellas esmirriadas piernas, y para peor con una de ellas parcialmente atrofiada, podían sostener a un hombre de su talla.

La triste realidad indicaba que al quedar parcialmente inutilizado para unirse a sus congéneres en cacería, se había dedicado a ejercer en aquellas ciencias ocultas como medio de supervivencia.

Sus “curaciones”, eran pagadas con alimento u otros objetos útiles que él elegía. Si bien era difícil dar explicaciones cuando un “hechizo” o una medicina compuesta de hierbas hervidas no resultaba y la curación fracasaba, muchas veces terminando con la muerte del paciente, resultaba fácil achacarle tal destino a “la voluntad de los dioses”.   

Hanok revisó a Mara, quien se debatía sobre el lecho de pieles entre la vida y la muerte a causa de la fiebre, luego meneó la cabeza en forma desalentadora ante los expectantes rostros del resto de la familia.

-- ¿Que males padece, Hanok? – preguntó Nu  Ban.

-- Hummm...no es bueno, pero herviré unas hierbas sagradas. Deberá beberlas y puede que sane.

Sin embargo, todo depende de la voluntad de los dioses.

-- Si la curas, no dudes, te pagaré bien.

-- Cuatro conejos será suficiente. – respondió de inmediato el hechicero.

A Nu Ban le pareció un precio excesivo, pero asintió con la cabeza.

A lo largo de su vida había visto morir a muchos Ddebido a la fiebre y no deseaba por nada del mundo le ocurriese lo mismo a su amada Mara.

Luego partió de cacería, rogando más que otras veces ayuda de sus dioses.

Pero antes de dejar la aldea se les unió Rucán, “El oso”. Apodo bien fundamentado, pues era en realidad un hombre de voluminoso cuerpo. Rucán, estaba dotado de la fuerza física de dos hombres. Un hombre cuarentón que excedía el metro noventa de estatura, sus fuertes manazas eran capaces de destrozar la cara de un ocasional oponente con un golpe de puño, ya lo había demostrado muchas veces.

Sin embargo, su buen carácter y su regordete rostro de tupidas cejas y risa fácil, lo convertían en ese gigante bonachón siempre dispuesto a tender una mano cuando se lo necesita. 

Siendo tres, podrían atrapar animales de mayor tamaño.

Por lo general, para cazar presas menores que consistían su aliento diario, lo hacían solos, pocas veces en grupos, pues el problema de  hacerlo de ésta última manera se suscitaba a la hora de repartir y por lo general terminaba en serias trifulcas. La excepción era a la hora de proveerse pieles de osos para abrigo. Cuando llegaba la hora de dar caza a estos temibles animales, no quedaba otro recurso que unir fuerzas formando un grupo de hombres.

Las mujeres, entre tanto, se dedicaban a la recolección de bayas silvestres y otros frutos comestibles. Como así también a la recolección de madera para el fuego, las tareas de limpieza y la crianza de los hijos.

El asentamiento consistía en una serie de antiguas cuevas horadadas por los elementos sobre la piedra de la parte baja de la ladera. Frente a ellas, una explanada algo más elevada que el terreno donde comenzaba la vegetación, hacía las veces de plaza central. Más allá, comenzaban las altas pasturas, arbustos y árboles. No muy lejos, discurría un angosto riachuelo proveedor de fresca y cristalina agua. Dotándose de una aguzada vara y la destreza necesaria, era posible conseguir suficientes peces para saciar el apetito de una familia completa en sólo un par de horas.

Aquella disposición, con el descampado terreno frente a las cuevas y sobre la falda de la montaña, resultaba muy ventajosa, pues permitía advertir cualquier ataque. Un enemigo que se lanzase sobre ellos, sólo podía hacerlo frontalmente y por ende ser advertido de inmediato.

Aquel día no resultó de suerte para los cazadores, apenas tres gordas liebres, cuando  en realidad ésta vez buscaban osos o algún cerdo jabalí. Sabían que de manera irremediable aquello los obligaría a atrapar algunos peces en el río para completar la ración diaria y también acopiar algo para el invierno.

-- Te veo preocupado. – dijo Rucán.

-- Es a causa de Mara. – respondió mirándolo fijo.

La expresión de su rostro y sus ojos lo decían todo.

-- Te comprendo. Pero no te aflijas, Hanok es un buen hechicero y la curará.

Tiempo atrás, sus hierbas mágicas sanaron a mi hijo mayor  cuando todos creímos  moriría.

-- No siempre, no siempre... a Numa no lo curó. – sentenció Nu – Ban, meneando la cabeza en señal de negación.

-- ¡Pero Numa se encontraba muy mal! Aquel oso lo había herido de gravedad y no tenía posibilidad de sobrevivir. – intercedió Bara.

Rucán asintió, luego dijo:

-- Es cierto, su salvación estaba en manos de los dioses. Ellos determinaron su muerte…. eso es todo.

-- ¿Y ahora, determinarán la salvación de Mara ? – preguntó Nu – Ban, algo molesto por el comentario.

-- Eso no lo podemos predecir nosotros, sólo ellos deciden. – afirmó Rucán muy convencido de lo que decía..

Al día siguiente, por la noche, Mara se encontraba muy mal.

Su fiebre era ya demasiado alta, no comía ni bebía, y su cuerpo temblaba como una hoja. Nu Ban estaba desesperado pues presentía que de seguir así, su  muerte resultaría inevitable.

Entonces, Hanok fue convocado otra vez.

-- ¡Dime Hanok! ¿Se salvará? ¡Dime por favor! – insistió Nu Ban con voz quebrada.

-- No puedo hacer más, el resto está en manos de los dioses.

Nu Ban esperaba oír aquellas palabras.

-- ¿Cuales, los de la Luna o los del Sol? – preguntó entonces con ansiedad.

Nu Ban necesitaba respuestas claras, siempre había odiado las respuestas ambiguas.  

-- ¡Debes orarle a todos ellos! – afirmó Hanok.

-- ¡Pero todos hemos orado!...¡Akita no ha parado de hacerlo y además ha hecho ofrendas!

-- Si su voluntad es que Mara sobreviva, sobrevivirá. De lo contrario...

De repente surgió la idea. Tal vez descabellada.

-- ¿Donde moran los dioses Hanok?

El hechicero muy sorprendido volvió su mirada. Por un instante sospechó hacia donde apuntaban las preguntas de Nu Ban, lo conocía muy bien y sabía de su férrea determinación cuando algo se proponía.

Dudó unos segundos para luego decir:

-- Los dioses del sol resultan ser más poderosos, pero terribles. Los dioses de la luna son más benévolos. – afirmó.

Hanok hubiese deseado esquivar aquella difícil pregunta, pues debía responder algo que también resultaba desconocido para él mismo. Necesitaba pensar un poco para dar una respuesta convincente, su credibilidad como hechicero estaba en juego.

Entre tanto, extrajo de entre sus burdos ropajes una bolsita de piel, y de su interior, tres pequeñas esferas, perfectas, traslúcidas, de diferentes colores.

Escogió la ambarina. Clavó sus ojos sobre la misma, estudiando los reflejos de la luz que emitía la fogata dentro de la cueva a través de ella.

Aquellas extrañas y mágicas piedras de pulida superficie, heredadas de su padre, resultaban ser algo serio. Únicas en su tipo, producían una gran admiración ante cualquiera que las observase por primera vez.

Nu Ban nunca entendió muy bien su poder, como tampoco que diablos era lo que consultaba el hechicero al mirar a través de ellas.

-- ¿Moran en la luna? – preguntó Nu Ban insistente.

Hanok devolvió las esferas a su bolsita y la guardó entre sus ropas de piel. Luego respondió con cierto aire solemne:

-- Por lo general sí, pero a veces bajan a la Tierra. Hay quienes dicen haberlos visto, mi padre por ejemplo... tal vez algún otro, no lo sé.

-- ¿Y si los busco y hablo con ellos? – preguntó Nu Ban.

Hanok lo miró enarcando las cejas y agrandando sus ojos ante lo que le pareció una terrible y audaz proposición.

Luego exclamó:

-- ¡¿Te atreverías?!

-- Sí, me atrevería. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para salvar a Mara. Dime donde moran e iré a suplicarles.

Lucía desesperado.

-- Para ser sincero contigo Nu Ban... no lo sé con exactitud. Además, cuando  llegues al sitio sagrado, si lo logras, debes tener la suerte de hallarlos justo en una de sus visitas a la Tierra.

Mi padre, el poderoso hechicero Al Hanok, decía haberlos visto en un lugar muy distante de aquí, del otro lado de las montañas, eso es cruzando los bosques y los llanos, hacia donde asoma el sol.

Al menos a cinco o seis días de marcha...no estoy muy seguro. El siempre mencionaba haber adquirido su poder por haberlo recibido directamente de ellos.

-- Entonces mañana partiré. – dijo Nu Ban con determinación.

Hanok quedó anonadado. Pero viniendo de Nu Ban cualquier cosa era posible.

En toda su vida nunca había escuchado de alguien que estuviese dispuesto a ver a los dioses, menos ir a buscarlos para enfrentarlos allende las heladas montañas.

A pesar del tabú que representaba el mero hecho de hablar demasiado de aquellos dioses, dijo:

-- Comenzó el frío por las noches y será muy peligroso, pero si en realidad estás decidido, deberás proveerte de suficiente carne seca, vegetales, mucho abrigo y alguna otra cosa; como por ejemplo varias piedras de chispa para encender el fuego y abundante grasa de cerdo jabalí.

-- Partiré antes de asomar el sol. Antes debo reunir lo necesario... mis amigos me ayudarán. – afirmó Nu Ban. En su voz reflejaba una férrea decisión.

 

 

 

 

Al día siguiente, antes de despuntar la claridad del alba, Nu Ban abandonaba la aldea. Su destino era incierto, lo sabía, sin embargo al menos debía intentarlo . Sus leales amigos, Bara y Rucán, habían aportado víveres y grasa para su bolso de piel, además de varios elementos de utilidad. Una lanza, un cuchillo extra, tres o cuatro piedras de chispa y algún otro cacharro.

La noche anterior, había procurado obtener información proveniente de todo vecino de la pequeña aldea, presumía que cualquier indicio por insignificante que pareciese, podría servirle para encontrar la ruta correcta hacia la ignota morada de los dioses sobre la tierra.

Sin embargo, todo lo escuchado había resultado vago y ambiguo.

Hanok, le había referido sobre su aspecto humano, con piel resplandeciente como la luna, y además, y cuando así lo deseaban, le habló sobre su capacidad de volverse invisibles.

Nu Ban no podía negar que sentía cierto temor hacia aquellas poderosas deidades, sobre los cuales había escuchado muchas fantásticas y aterradoras historias. No faltaba quien afirmaba que con sólo mirar a un humano lo convertían en piedra, o bien era consumido hasta las cenizas por el fuego de sus alientos.

Pero nada de eso le importaba ahora, estaba dispuesto a realizar cualquier sacrificio con tal de salvar a Mara.

Luego de dos días de dura marcha, casi al anochecer, se encontró al pié de las “montañas altas”. Debía atravesarlas para llegar a los bosques, que según decían había del otro lado, y luego cruzarlos también. Por fortuna, durante aquellas dos jornadas, había logrado atrapar algunos peces y un conejo, por lo cual sus reservas de carne y frutos aún las conservaba intactas.

Temprano por la mañana del tercer día comenzó la ascensión de uno de los primeros montes.

Sus desnudas manos se aferraban con habilidad a las salientes de piedra en titánico esfuerzo, otras veces, encontraba cortos y empinados senderos tornando un poco más fácil la trepada.

Nu Ban tenía treinta y dos años de edad, sin embargo a pesar de ser un hombre ya maduro para esos duros tiempos, su condición física era excelente.

La primera noche en lo alto de la montaña resultó dura. Aún  cubierto por sus pieles de oso y dentro de un recoveco sobre la ladera donde encontró protección contra la inclemencia del tiempo, la ventisca helada tenía el efecto de mil cuchillos cortando la piel de su cara y de sus manos.

Las horas diurnas, con el sol en lo alto, le brindaban una tibieza reparadora a su maltratado cuerpo y eran aprovechadas al máximo para avanzar.

Pero el viento era siempre frío, cada vez más frío a medida que ascendía y se internaba entre las montañas.

Por fin, luego de gran esfuerzo, alcanzó una explanada de ligera pendiente cubierta de nieve, la cual le resultó mucho más fácil de recorrer. Sin embargo, al final de ella, otra vez la visión de empinadas laderas de helada roca, cuyos afilados bordes ya habían producido innumerables cortes en sus adoloridas manos y piernas.

Pero  la férrea voluntad de Nu  Ban prevalecía, sólo muerto dejaría de marchar hacia su destino.

Cada noche en la montaña le resultaba mucho más fría y devastadora comparada con la anterior. El cansancio comenzaba a hacer mella en su cuerpo. El esfuerzo por introducir aire en sus ahora doloridos pulmones resultaba cada vez mayor  

Para el día siguiente ya estaba muy cerca de otra cima, y la sola idea de alcanzarla para ver aparecer los verdes bosques, le pintó una sonrisa en el rostro.

Poco después, recorría los últimos metros de una de las tantas elevaciones nevadas, ¿cuantas había trepado hasta ahora?. Aunque sus piernas se clavaban en la nieve hasta la rodilla, tornando su avance agotador, apuró el paso.

Unos minutos después se detuvo en seco, había llegado.

Su vista recorrió aquel vasto horizonte y en su rostro se dibujó una mueca.

Frente a él, la vista de blancas montañas continuaba todo en derredor, más pequeñas, más grandes, pero ni rastros de los verdes bosques.

Por un instante se sintió abatido, vencido. Sin embargo, sus ojos contemplaban asombrados el fantástico paisaje. Nunca, nunca antes había visto algo así, ni siquiera imaginado en sus sueños más locos.

Por un momento se sintió en la cúspide del mundo.

Pero la realidad lo llamó como un grito resonando en sus oídos. Debía decidir con premura si emprender el regreso o continuar hacia el nacimiento del sol, como le había dicho Hanok.

Algo en su interior le advertía el peligro de tomar una decisión errónea.

Permaneció varios minutos inmóvil, de pie sobre aquella cima, observando, pensando, trazando en su mente una ruta viable para continuar con su azarosa marcha.

 

 

 

 

Tres días más tarde, al caer noche, Nu Ban estaba al límite de sus fuerzas. Casi se habían agotado sus provisiones y ahora respirar costaba demasiado. El pecho dolía demasiado a cada inspiración, sus manos apenas respondían cuando intentaba moverlas, y sus piernas se hallaban agarrotadas. Sus labios resquebrajados sangraban, los ojos ardían como si hubiesen sido apedreados, y casi no sentía su cara.

Tiritando, acurrucado dentro de una pequeña oquedad en la ladera de la montaña, intentaría sobrevivir una noche más.

Había tomado plena conciencia que no soportaría otro día. Y aunque presentía acercarse el fin, estaba resignado. Al menos lo había intentado, sido valiente, y si llegaba a ocurrir, la consideraba una muerte honorable, digna de un buen cazador y guerrero.

Cerraría los ojos y dormiría para siempre.

¿Como sería la muerte?

A lo largo de su vida había visto morir a muchos, pero nunca pensado con detenimiento que alguna vez le tocaría.

¿Se encontraría con los dioses cara a cara?

¿Qué les diría entonces?

¿He sido un valiente cazador y mejor guerrero?

En ese momento se alegró de no haber matado a Akita. De haberlo hecho, los dioses, enfadados, seguro lo condenaban a una eternidad de sufrimientos.

-- Menos mal... no lo hice....menos mal. – susurró.

Luego sus ojos se cerraron.

Mucho más tarde, una tibia caricia sobre el rostro lo hizo despertar. Los rayos del sol lo obligaron a entrecerrar sus párpados.

Aún estaba con vida, resultaba increíble pero aún estaba vivo.

Un día más.

Tardó bastante tiempo en despabilarse, en ponerse de pié,  acomodar sus pocas pertenencias y retomar la marcha. Pero ahora, cada paso reclamaba más y más de su maltrecho cuerpo, ya no le restaban fuerzas.

Su andar se tornó cada vez más lento y hasta que de pronto se detuvo. Su raciocinio estaba en blanco, no lograba pensar con claridad, sentía náuseas y los mareos iban y venían en forma constante. Su cuerpo no dejaba de temblar como una hoja y vuelto incontrolable.

De repente, detuvo el paso, cayó de rodillas, y sus piernas quedaron casi por completo cubiertas por el grueso y blando manto de nieve.

No podía dar un paso más.

Echó una mirada hacia delante, descubriendo que faltaban escasos cincuenta metros para llegar hasta el extremo de una nueva pendiente.

Otra cima.

Entonces, por un instante, pensó en la inutilidad de llegar hasta ella.

¿Con que objeto?

Con seguridad lo recibiría ese interminable horizonte de blancas cumbres.

-- ¿Para que? -- se preguntó en un susurro.

Su destino estaba sellado.

Sin embargo, echando mano a sus últimas fuerzas se puso de pie. Si debía caer y morir congelado, consideró que su mejor sepultura, la más apropiada, era en lo más alto.

Recorrió aquellos últimos metros con un esfuerzo sobrehumano.

Cuando al fin llegó, jadeando descontrolado y con sus pulmones a punto de estallar, sus piernas adormecidas e incontrolables se aflojaron y otra vez cayó de rodillas.

Permaneció postrado, con sus crispadas manos cubiertas de heridas y tomándose el rostro.

Pero luego, extendió sus brazos con las palmas de sus manos hacia arriba.

-- ¡¡¡Dioses!!! – gritó con todas sus fuerzas.

A lo lejos, al pié del imponente pico, sus llorosos ojos percibieron  allí abajo el enorme manto multicolor de bosques y praderas.

Como si hubiese sido alcanzado por un rayo de portentosa energía, comenzó a marchar ladera abajo.

 

 

 

 

Caía la noche cuando arribó a los bosques que se extendían a partir de la falda de la cadena montañosa. Encendió fuego con hierbas y ramas secas, consumió el pequeño y último trozo de carne, y sació su sed con agua de un arroyo que descendía de las nevadas cumbres.

Durmió acurrucado en sus pieles por más de día y medio, bajo un frondoso árbol. La temperatura más elevada permitió a su maltratado cuerpo comenzar a recobrarse.

Asó algunos pájaros pequeños capturados durante la noche, pues aún no se sentía fuerte para poder atrapar presas más grandes o veloces. Sin embargo, aunque no abundante, aquella comida le brindó nuevas fuerzas.

¿Cuantos días habían pasado desde su partida?

¿Seis, siete?.... ¿Tal vez ocho?

En cierta forma, su experiencia en las montañas le había hecho  perder la noción del tiempo.

¿Mara seguiría con vida?

Rogaba a los dioses por ello.

Sin embargo aquella pregunta regresaba una y otra vez, durante todo el tiempo, durante su terrible travesía y desde abandonar la aldea.  Por fin decidió no pensar demasiado en ello y sólo continuar adelante, resultaba mejor conservarse lúcido para enfrentar el camino por delante.

Estos bosques nuevos e inexplorados eran exuberantes, pletóricos de vegetación y vida. Poco después, recuperadas casi por completo sus energías, cazó un par de liebres y atrapó tres peces de regular tamaño en un estrecho arroyo.

¿Seres humanos?

Ni rastros en dos días completos. Tampoco se había topado con alguna evidencia dejada por ellos. No encontró restos de animales, de campamentos o el simple humo de alguna fogata que indicara su presencia.

Nada.

Había surgido una nueva incertidumbre que retumbaba dentro de su cabeza.

¿Estaría en el camino correcto?

No lo sabía.

Sí estaba seguro que habían transcurrido varios días desde su partida.

¿Y si Mara había muerto? Todo habría sido inútil.

¿Y el viaje de regreso... sería capaz de resistirlo?

El sólo hecho de pensarlo lo asustaba un poco. Había estado a punto de quedar muerto y sepultado bajo la nieve en las gélidas cumbres.

Luego de otro día de marcha, dejado atrás los bosques, llegó al comienzo de una extensa sabana poblada de extrañas e irregulares elevaciones cubiertas de pasturas algunas y arenisca otras, y que continuaba hasta donde alcanzaba la vista. Su vegetación era rala, achaparrada, con arbustos y reducidos y dispersos grupos de abigarrados árboles.

Al aproximarse al pie de unos cerros de escasa altura y de un color gris nunca visto, para su asombro, descubrió tres grandes y negras bocas que aparentaban ser las entradas de profundas cuevas.

-- ¿Habitarán humanos? – se preguntó.

Concluyó en la posibilidad.

Pero de lo contrario, si no estaban ocupadas por hombres, bien podían resultar ser guaridas de animales salvajes, por lo que tomó la precaución de alistar su lanza de aguzada punta de piedra.

Si algún oso, gato o jabalí se le abalanzaba, recibiría su merecido.

Antes escudriñó los alrededores, pero tampoco halló rastros humanos.

De repente, muchas preguntas surgieron dentro de su cabeza:

¿Sería aquella la morada de los dioses?

¿Se encontrarían allí dentro ahora?

Nada en el  paisaje del entorno hacía suponer la posibilidad de dar con éstos en tal o cual lugar. Ningún fenómeno indicaba que podía tratarse del sitio buscado. Lo único diferente al resto del paisaje eran esas misteriosas cuevas.  

Debía investigar.

Se encaminó hacia la boca de mayor tamaño, situada justo en medio de las restantes y comenzó a internarse.

La claridad del exterior hacía que sus ojos percibieran los detalles en la penumbra, al menos en los primeros cincuenta metros. Pero tampoco encontró algo fuera de lo común, sólo restos óseos de algunos animales y muchos pájaros anidando en recovecos cerca de la entrada.

Al percibir su presencia, una bandada de aves asustadas huyó revoloteando y lanzando fuertes chillidos.

Un poco más adelante se topó con huellas de viejas fogatas, así se lo hicieron saber muchos restos de ramas ennegrecidas y medio quemar. Concluyó  que al menos alguien había visitado o habitado esas cuevas con anterioridad, sólo que aparentaba haber sido mucho tiempo atrás.

Más adelante la oscuridad lo detuvo.

Pensó por un momento, mientras rascaba su hirsuta barba, resultaría mejor ir al exterior para confeccionar un par de antorchas con pastos secos impregnados en grasa de jabalí y sujetos a una rama, de lo contrario sería imposible seguir avanzando a tientas en aquella oscura cueva, en apariencia bastante profunda.

Al cabo de un rato regresó con dos antorchas, una encendió y otra guardó para su reemplazo.

La caverna continuaba adentrándose en corazón del pequeño cerro y poco más adelante, su descendente suelo le resultó bastante extraño, demasiado plano, muy parejo y firme. Sus paredes eran de un color gris oscuro en algunas partes, otras estaban ennegrecidas y se alternaban extensos parches cubiertos de líquenes y verdes musgos

Nu Ban continuó avanzando otros setenta u ochenta metros,  mientras contemplaba los enigmáticos dibujos pintados sobre aquellos muros. Nunca había visto iguales, no representaban humanos ni animales. Ni siquiera memorables escenas de cacería o combates tribales. Nada significaban. Sólo destacaba la inusual perfección de sus trazos y sus tibios colores, degradados éstos por el paso del tiempo.

-- Alguna  tribu habitó aquí. – susurró.

Pero no había terminado de decirlo, cuando de manera repentina y sin que algo lo alertase, el piso cedió bajo sus pies.

No pudo evitar lanzar un grito ante mayúscula sorpresa. No supo cuantos metros descendió hacia las entrañas de la tierra, pero para él, la caída hasta chocar con violencia contra el duro suelo, duró una eternidad.

Luego todo se volvió oscuridad.

Solo por instinto había intentado en vano amortiguar el inminente encontronazo valiéndose  de sus brazos, y su cabeza impactó con fuerza contra el duro lecho dejándolo inconsciente.

 

 

 

Al recuperarse, cerca de media hora después, comprobó que se encontraba tendido en el interior de algún tipo de caverna.

Una tenue claridad penetraba por alguna parte, haciendo que sus ojos  lograran percibir aunque en forma difusa, algunas de las formas a su alrededor.

Aunque algo mareado, supo de inmediato que estaba dentro de una cueva estrecha y extensa hacia un lado y hacia otro, pero de aspecto extraño. Nunca había visto algo semejante.

Intentó despabilarse sacudiendo su cabeza, el duro golpe lo había dejado algo  atontado.

Cuando se puso de pie, advirtió encontrarse sobre un promontorio estrecho, similar a una cornisa, razón por la cual avanzó con suma cautela sólo dos pasos. Atisbó hacia abajo sin lograr vislumbrar el suelo y pensó en la suerte de no haber seguido cayendo vaya a saber hasta donde. 

Echó una ligera mirada hacia arriba y percibió un ligero resplandor filtrándose a través del hueco por donde había caído, unos diez o doce metros sobre su cabeza.

De inmediato comenzó a buscar la antorcha de repuesto, pues de la primera ni rastros había.

Poco le costó encontrarla, yacía a escasos dos metros y por suerte sobre aquel promontorio, no en el fondo del aparente insondable abismo como por un momento pensó. Metió la mano en el saco de piel colgado de su cintura y con presteza extrajo las piedras de chispa para encenderla.

Su flama le permitió apreciar con más detalle aquella alargada y estrecha elevación sobre la cual estaba parado.

Se trataba de una especie de cornisa de algo más de tres metros de ancho, sin embargo parecía no tener fin hacia un lado y hacia otro, al igual que la caverna misma. Sin embargo, lo más sorprendente resultó el aspecto de la extensa y oscura cueva. Su abovedado techo, aunque repleto de pequeños helechos, musgos, líquenes y alguna que otra variedad de planta trepadora, mostraba una superficie lisa y perfectamente simétrica.

De repente lo asaltó el temor a quedar atrapado allí dentro.

Debía encontrar una salida.

Para su total sorpresa y cuando por unos segundos iluminó hacia abajo, se percató que el terrible abismo no lo era tanto, el suelo se encontraba sólo unos tres o tal vez cuatro metros más abajo.

Suspiró aliviado.

Si descendía hasta él, luego cabía la posibilidad de recorrer aquella caverna hasta encontrar una salida.

Pero en el mismo instante en el cual se disponía a saltar hasta el suelo, el piso emitió un fuerte crujido y una fracción de segundo después cedió bajo sus pies.

Cayó por otro hueco, pero el descenso ésta vez resultó breve.

Cuando se recompuso, mareado y dolorido a causa del fuerte golpe y aún con la antorcha encendida aferrada firme en su mano, comprobó encontrarse dentro de una cavidad estrecha, con un techo no muy por arriba de su cabeza. Descubrió allí gran cantidad de objetos hacia uno y otro lado, sus diversas y extrañas formas resultaban demasiado raras para su entendimiento.

 Muchos de éstos objetos se asemejaban a delgadas ramas de árboles, de color marrón rojizo pero de forma perfectamente cilíndrica. Cuando intentó tocar alguna de ellas, se desgranaron en sus manos reduciéndose a  fino polvo.

-- ¿Que extraño lugar es éste? – susurró.

Nu Ban, asustado por aquel ominoso entorno, se dispuso a intentar salir de allí inmediato.

No temía enfrentarse a duros guerreros, pero con respecto a espíritus y fenómenos no naturales, guardaba cierto recelo. Aquella angosta y alargada cavidad, por fortuna tenía muchas aberturas en sus laterales.

Minutos más tarde, cuando logró salir a través de una de ellas, retomó su marcha pensando que tarde o temprano encontraría una senda que lo condujera hacia el exterior. Solo que cuando había recorrido unos doscientos metros, de repente y para su total  asombro, percibió una fulgurante luz un centenar de metros por delante.

Observó con atención pero de algo estuvo seguro, el resplandor no provenía de los rayos del sol penetrando por una fisura o pasaje. No, era  demasiado brillante, enceguecedora y con un ligero tinte azulado, como si procediese de alguna extraordinaria antorcha.

Sólo que ninguna antorcha conocida  arrojaba semejante claridad.

¿Se trataría de los dioses de la Luna?

De ser así, coincidía con su color y también con las descripciones referidas por Hanok, el hechicero. Sonrió pensando que había encontrado la morada de los dioses, aunque cierto temor hizo que se le erizasen los pelillos de la nuca.

Decidido apuró el paso, pues si se trataba de los dioses, debía darse prisa antes de su regreso a la Luna, y antes que Mara muriese... si a éstas alturas no resultaba ya muy tarde.

Aunque su antorcha se había extinguido, por el momento no le hacía falta alguna, la extraña fuente luminosa era muy intensa, lo suficiente para ver con claridad el camino por delante.

Cuando llegó a una veintena de metros, con verdadera sorpresa se percató de la presencia de tres siluetas de forma humana, dotadas de una piel plateada reflejando la luz en todas direcciones.

Su corazón comenzó a latir muy deprisa, y supo entonces que todos los relatos  escuchados durante su vida resultaban ser ciertos.

Luego continuó avanzando a paso lento y sólo cuando estuvo a escasos metros de los presuntos dioses se detuvo.

Comenzó a temblar ligeramente, pues ahora en realidad sentía miedo.

Las deidades, al percatarse de su presencia se volvieron hacia él.

Nu Ban se postró de inmediato y con rapidez, extendiendo los brazos hacia delante y cerrando sus ojos con fuerza.

Luego alzó su voz y lanzó sin dudar :

-- ¡Ohh poderosos dioses de la Luna…. soy Nu Ban, sepan perdonar a este humilde cazador. He venido a suplicar por la vida de mi compañera Mara! ¡Por favor, está muy enferma!

Los dioses lo miraron y en apariencia escucharon con atención sus palabras.

Sin embargo, no hubo una respuesta inmediata como esperaba.

-- Nu Ban. – repitió señalándose a sí mismo con el pulgar.

Luego de un minuto de tenso silencio, el más alto se dirigió a los demás en un extraño lenguaje. Nu Ban prestó mucha atención, sin embargo nada entendió de lo dicho por aquel poderoso ente.

Decidió entonces insistiir en  repetir su pedido, al menos un par de veces más, pues estaba convencido que debía demostrar su fe y devoción por ellos .

El dios que había hablado primero se le acercó con paso lento y se detuvo muy cerca, justo frente a él.

Nu Ban, aunque presintió al ser muy cerca suyo, no se atrevía a enfrentarlo abriendo los ojos, estaba aterrado. Temía también resultase cierto el rumor acerca de dirigir su mirada hacia ellos y convertirse en piedra.

Sin embargo, la brillante deidad colocó su mano debajo de la barbilla de Nu Ban y levantó su rostro.

Entonces, Nu Ban decidió abrir sus ojos.

¿Qué mas da? – pensó. Lo que sea que fuese a ocurrir debía ocurrir según estaba predestinado por aquellos dioses.

Pero la sangre se heló en sus venas  cuando en lugar de una cabeza humana  encontró una esfera. Su rostro tampoco era un rostro, sólo una superficie lisa, negra y brillante,  que reflejaba su propia imagen cual contemplarse en las aguas de un arroyo.

El corazón del cazador casi se detuvo y un nudo se hizo en su garganta.

¿Acabaría con su vida aquel omnipotente dios?

No, pronto supo que no le  infligiría daño alguno.

Sólo acarició su cabeza y pronunció algunas palabras lejos de su comprensión.

Un instante después, el extraño ser introdujo una de sus plateadas manos en una especie de morral negro y extrajo una caja roja de reducido tamaño. Abriendo su tapa, tomó unas pequeñas piedras amarillas de su interior y  se las ofreció a Nu Ban. El extendió la palma de su mano y las recogió.

Con la punta de su dedo de plata, dibujando elementales trazos sobre el polvoriento suelo, trazó una silueta humana.

Luego indicó:

-- Nu Ban.

Al escuchar esa extraña hueca voz pronunciar su nombre, un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo.

Un segundo después, dibujó otra silueta humana, esta vez horizontal, tendida a un lado de la anterior, y dijo:

-- Mara.

Señaló la mano del primitivo cazador que contenían las diminutas piedrecillas, y luego su boca.

Repitió:

-- Mara.

Nu Ban, de inmediato comprendió y asintió con la cabeza. Aquellas resultaban ser la medicina para dar a su compañera.

El dios volvió a trazar sobre el suelo, esta vez un amanecer, y luego cuando el sol se oculta. Nu Ban comprendió todo lo indicado.

Cuando hubo concluido, devolvió las piedrecillas a su contenedor y lo entregó a Nu Ban, quien lo reverenció varias veces agradeciendo el mágico obsequio.

Unos minutos más tarde, las poderosas deidades se habían marchado y el cazador quedó solo, postrado sobre el suelo, en tinieblas, en silencio. Estaba anonadado, con su mente obnubilada por lo sucedido. Sentía una mezcla de excitación y pánico. Un pánico que iba desapareciendo a medida que transcurrían los minutos.

Le costó bastante esfuerzo recuperar la calma, él, un simple mortal, había tenido un encuentro cara a cara con los dioses.

Luego tomó consciencia de que si bien parte de su misión estaba cumplida, la más importante según creía, aún faltaba regresar a tiempo para salvar a Mara.

Más tarde emprendió el regreso sobre sus pasos hasta el sitio por donde había caído por accidente.

Allí, sus ojos percibieron el ligero resplandor de luz proveniente del exterior que filtraba a través del agujero desde donde se había deslizado, pero de inmediato cayó en la cuenta que le resultaría imposible alcanzarlo, estaba demasiado alto.

Entonces, decidió continuar recorriendo la caverna, vería de encontrar una salida.

Sobre el suelo abundaban los pastos secos,  y con la rama de un arbusto de los muchos que crecían allí dentro, confeccionó con rapidez otra antorcha. Luego, comenzó a andar a paso ligero.

La misteriosa y alargada estructura a un lado del túnel pronto fue dejada atrás.

Un poco más adelante halló otro gran cúmulo de pastos, con los cuales hizo un par de antorchas nuevas, justo a tiempo, pues la que tenía estaba a punto de extinguir su flama. Esta vez, utilizó el último resto de grasa de cerdo que traía en su morral.

Media hora mas tarde, sobre la pared derecha, descubrió una derivación de la  caverna principal que mostraba un suelo irregular de escarpada pendiente. Y de inmediato dedujo, que si aquella derivación ascendía, podía desembocar en una eventual salida.

Comenzó su trepada con bastante dificultad, y unos metros más adelante comprobó estar en lo cierto, la débil claridad proveniente del exterior se filtraba a través de un pequeño e irregular hueco.

Escaló un promontorio de tierra floja y piedras sueltas desprendiéndose a su paso hasta alcanzar la pequeña abertura. Allí, sus manos comenzaron a escarbar con frenesí en tanto la luz del sol penetraba más y más.

Al cabo de unos minutos, deslizó su cuerpo a través de ella  y emergió al exterior. Lo hizo en medio de una elevación cubierta de matorrales con escasos árboles dispersos de copas bajas y redondeadas.

Extenuado por el esfuerzo optó por echarse unos minutos a la sombra. Necesitaba descansar, pero sin darse el lujo de demorarse demasiado...Mara aguardaba por su ayuda.

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